Ricardo Raphael
Quitarle el poder a Elba Esther Gordillo para entregárselo a su sucesor, Juan Díaz, está a punto de convertirse en la taimada conclusión de la reforma educativa promovida por el presidente Enrique Peña Nieto y los partidos de oposición. La fatalidad correrá, sin aspavientos, como el agua silenciosa que vuelve a quebrar la montaña.
Desde octubre pasado, Díaz conduce el proceso de la reforma educativa que está ocurriendo en las legislaturas locales para normar el servicio profesional docente en cada entidad de la república. En esa tarea no están siendo actores principales la Secretaría de Educación Pública, el INEE o las organizaciones que apoyaron la reforma constitucional, como Mexicanos Primero.
El flamante líder del magisterio va solo y en la portería no hay quien le espere para detener el balón. Contra las ingenuas profecías, sobrevivió el poder fáctico que en todo el territorio nacional manipula, una vez más, al sistema educativo para subordinarlo a sus torcidos intereses políticos. Falso es que con la reforma se haya recuperado la rectoría del Estado sobre la educación pública. Al menos en lo que toca a la gestión de las plazas magisteriales este gobierno abdicó tan rápido a sus facultades como logró encarcelar a la profesora Gordillo. ¿Cómo sucedió el extravío?
Los negociadores del Pacto por México sorprendieron cuando obtuvieron la aprobación de una reforma constitucional dispuesta para volver obligatorio el concurso de oposición como método de acceso, promoción y permanencia dentro del cuerpo docente dedicado a la educación básica y media superior. El aplauso vino porque el mérito iba a colocarse por encima de la compra venta de plazas, el amiguismo, la herencia o los corruptos intereses político-electorales.
Sin embargo, la Constitución también estableció que sería en la norma secundaria donde se precisarían los términos y condiciones del futuro sistema de profesionalización. Y fue por esa rendija que se metió el diablo. Todavía se escuchaban las palmadas sobre la espalda presidencial cuando la Ley General del Servicio Profesional Docente torció la ruta. En vez de instaurarse un solo sistema para todo el país, ahí se abrió la puerta para que cada estado de la república confeccionara su propio modelo de profesionalización; los mecanismos para el ingreso, la formación, la promoción o la permanencia de las y los docentes quedaron como facultad de las autoridades locales.
Así, Oaxaca consiguió libertad para construir un servicio a modo de las presiones políticas que enfrenta el actual gobernador, lo mismo que Guerrero, Michoacán, Quintana Roo y el resto de las entidades donde hoy los ejecutivos locales conspiran para derrotar el espíritu de la reforma constitucional con tal de evitarse problemas con los profesores. A la luz de esta realidad es que han de leerse las negociaciones que Juan Díaz, líder actual del SNTE, está celebrando, entidad por entidad, para “armonizar” las legislaciones locales con la reforma constitucional.
Cabe precisar que este actor político tiene dos ventajas sobre cualquier otro que quisiera emprender la misma tarea. Por una parte, cuenta con que al menos dos tercios de los secretarios de educación en los estados son afiliados del sindicato que encabeza. Se trata, para efectos prácticos, de sus subordinados. Por la otra —vuelve a repetirse la historia— Díaz cuenta con una fuerza nacional que lo coloca en situación más que ventajosa frente al poder regional de los gobernadores.
Ya puede suponerse el bodrio que en cada entidad está naciendo para normar el sistema de profesionalización magisterial.
Predomina la simulación y la traición mañosa a la Constitución. No serán los méritos docentes los que determinarán la estabilidad en el empleo magisterial. Seguirán vigentes los argumentos político-sindicales, las componendas entre los líderes y sus clientelas y los manejos económicos ilegales. Por la vía de la legislación local se está logrando que todo cambie para que permanezca igual.
Al tiempo en que esto sucede, el gobierno federal deja hacer y deshacer a su nuevo aliado. Pensarán ahí que Juan Díaz es hoy para Peña Nieto lo que Elba Esther fue, en su día, para Salinas de Gortari: un valioso activo para los venideros momentos electorales. ¿Y la educación? Mal, pero no importa. En realidad nunca ha importado.
Analista político
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