Tomás Mojarro
La esperanza del cambio, mis valedores, esa esperanza irracional tan arraigada en un paisanaje inmaduro en materia de cultura política. Fue al oscurecer de un día de estos; de algún taller de lectura regresaba desde el norte hasta el sur cuando, de súbito, bajo la llovizna nocharniega, el volks. se echó tres falsas, o sea explosiones, y luego un a modo de eructillo en el mofle, y ahí murió el motor. En el intento de revivir al difunto di muerte a la batería. Ya derrotado abandoné la cucaracheta y, pajareando aquí y allá, di con el techo de la parada del autobús, de la micro, vayan ustedes a saber de qué línea y a qué rumbo incógnito pudiesen llevar. Yo sólo sabía que la cucaracheta me había escupido sobre algún barrio norte de la ciudad. La llovizna se convertía en un chaparrón que de chaparrón crecía hasta alcanzar la estatura de tormenta. Y allá, por un rumbo que no pudiese ubicar, el relámpago, el trueno, el rayo que sobresalta aquel remoto arrabal. Solté la carrera hasta la techumbre que parecía guarecerse, guarnecerse, como debajo de un macilento paraguas, bajo la luz del farolillo de la esquina, legaña y bostezo. Al acercarme escuché la voz de la barriada:
- ¿Pero aguaceros en pleno enero? Qué falta de seriedad de la madre.”
- ¿A quién le echa madres, oiga? ¿La madre de quién?
- A la Madre Natura, qué falta de formalidad.
- ¿Falta de formalidad, o advertencia por la forma criminal en que la maltratamos? El calentamiento global…
El cielo, trizado. Y sí: bajo aquella techumbre con capacidad para unos diez aspirantes a pasajeros cómodamente parados, se atrinchilaban alrededor de noventa humanos y uno que otro nuevaizquierdoso, todos pistojeando hacia el rumbo donde entre fumarolas de smog habría de aparecer el vehículo. Mientras tanto, a seguir esperando.
Me arrimé a la techumbre. Los que ahí aguardaban me observaron así, miren, de ganchete, a lo desconfiadón ante el arrimadizo. A discretos codazos me forjé un hueco bajo el de lámina, y así me dispuse a esperar el mini, el pesero, la micro o lo que me se me apareciera por enfrente. ¿A dónde me llevaría? Sepa Dios. Lo importante era salir del atolladoro. Allì, entonces, resonó la voz del arrabal, su dejo cantadito. Dos panzones y una flaca, a mi flanco izquierdo: “Chinche microbús, cómo se tarda...”
El de la bufanda bicolor: “No, si ora con “Mencera”como antes con Ebrard, esto del transporte colectivo es una tizna, ¿no?”.
- Oiga, no despotrique. ¿Tizna por qué?
- Pues por el hollín que sueltan por atrás.
- Ah, las micros...
- Las micros, las mafias de micros que las controlan o las mafias perredistas que las controlan a todas, que todas se viven soltando hollín por el hoyín. Y lo que tiznan todos...
La de los mallones: “¡Tiempo de perros!” Un perraco, cuerpecillo caliente, se me untó a las zancas. En mi ánima se lo agradecí. La voz del arrabal, voz anónima: “No, si yo lo que digo: para el fregadaje todo pinta de peor en más peor. ¿Quién nos asegura que esta lluvia no es ácida?”
El de la reata (de mecapalero): “Ora a aguantarse. ¿No andábamos de culecos con aquello de que a patadas primero para sacar al PRI de Los Pinos para luego volverlo a meter? ¿No votamos por el cambio? ¡Tengan su cambio! Pero chintetes, ánimas con esa micro...
Del mercado cercano, ya cerrado a estas horas, me llegó un tufo a pudrición, coles rancias, popó de ratas –ratas comerciantes, ratas salinas, ratas deschamps. El del pantalón acampanado: “No, y mis huevos”
- ¡Sus ésos los deja en paz, lèpero!
(Sigo mañana.)
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