Cristina Pacheco
Un
foco desnudo ilumina el baño del restaurante. En busca de más claridad,
Pamela se acerca a la ventana alta que da al callejón y lee con voz
incierta:
La ciudad antigua tiene por corazón un laberinto. Oye pasos. A la carrera guarda la libreta en el bolsillo de su delantal, gira hacia el lavabo y se mira en el espejo enmohecido. Se acerca y nota más profunda la arruga en su entrecejo.
Interrumpe su observación al escuchar golpes en la puerta y la voz de Tere:
–Pamela: dejaste a los de la mesa nueve esperando su cuenta. Están
furiosos; apúrale antes de que vayan a quejarse con la patrona.
–Ya voy, ya voy –responde Pamela al tiempo que guarda en la bolsa de
su delantal la libretita. Sonríe al imaginar la expresión del señor
Cobos cuando se la entregue y le diga que la encontró hace dos semanas
bajo la mesa l4. Él la ocupa siempre por ser la más apartada del
televisor perpetuamente encendido.
II
El último comensal se levanta y le pone en las manos dos
billetes de veinte pesos. Pamela reconoce que es una buena propina y,
sin embargo, no disminuye su antipatía hacia el desconocido que ocupó
la mesa 14, que considera exclusiva del señor Cobos. No lo ha visto
desde el jueves antepasado. Ese día él no le hizo plática, como en
otras ocasiones, y olvidó su libretita.
Pamela siente deseos inexplicables de seguir revisándola. Con
pretexto de guardar unas charolas entra en la bodega, saca el
cuadernillo y sigue leyendo:
En el laberinto hay demasiadas voces, tañidos, gritos, estruendos, músicas que no dejan lugar para el silencio.
–¿Qué haces, loca?
Sorprendida por Tere, sin responder, Pamela se esfuerza por ocultar
la libretita en su bolsa. No lo consigue y despierta la curiosidad de
su compañera.
–¿Qué tienes allí?
–Nada. Bueno, sí: una libretita que olvidó el señor Cobos.
–Lástima que no haya dejado su cartera.
–Se la habría devuelto.
–Siempre tan decentita, tan mona... –Tere observa los anaqueles y
apunta los faltantes: –¿Alguna vez te has encontrado cosas? ¿No? Pues
yo sí, gracias a que las monjas me obligaban a caminar mirando para
abajo. Un día me hallé una cadenita de oro. Se la puse a mi Xóchitl,
pero ya la perdió. Me consolé pensando en lo feliz que estaría quien la
haya descubierto.
Pamela piensa en la reacción del señor Cobos cuando ella le devuelva
su libreta, pero antes seguirá leyéndola. Lo poquito que ha visto le
suena a confesión, a desahogo como el que a ella le gustaría escribir
después de que no encuentra respuesta por parte de Joel cuando le
confiesa que desearía vivir sin tantas amarguras y disfrutar un poquito
de su juventud antes de convertirse en una mujer como es ahora mamá:
adusta, desconfiada, ya incapaz de ternura.
III
Hace dos semanas que no visita a su madre. Pamela sabe
que tendrá que hacerlo pronto, antes de que los motivos de queja se
acumulen y la reciba con una interminable cadena de reproches.
Hija: nunca tienes un minuto para mí.
Te importa más el dichoso Joel que yo.
Si te hablo por teléfono, luego luego me cuelgas.
Un día de estos me encontrarás muerta, y entonces... Allá tú con tu conciencia.
–¿Y si el señor Cobos hubiera muerto? –dice Pamela sin darse cuenta de que piensa en voz alta.
–¿Qué dijiste del señor Cobos? –pregunta Tere.
–Nada. Ni he hablado –afirma Pamela.
–Te oí, chiquita, no te hagas. –Tere se vuelve y nota la turbación en el rostro de su amiga: –¿Te traes algo con el señor Cobos?
–No lo que te imaginas, pero lo aprecio mucho. Es muy amable y
siempre me platica de cosas interesantes de la Historia y también de su
vida. Este restorán le gusta más que otros porque está en el centro,
muy cerquita de donde hizo su primaria. El día que me lo contó me
emocioné mucho imaginándolo niño, con su uniforme, sus libros y sus
cuadernos.
–Por cierto ¿ya viste qué hay en la libreta?
–Palabras, ¿qué otra cosa podía encontrar?
–Un billetito –dice Tere en broma y se dirige a la puerta: –Vámonos,
ya es muy tarde; o qué, ¿piensas quedarte en la bodega toda la noche?
–No. Nada más mientras aparto los manteles sucios para que se los lleven tempranito a la lavandería. Nos vemos mañana.
Pamela espera a que su amiga se aleje y abre la libreta al azar:
La luz del día baña el laberinto. Al descender, la claridad reconstruye paciente las viejas casas. Lo hace demorándose en cada piedra, en los manchones dejados por la lluvia, en las hornacinas con santos mutilados, en las grietas donde brotan plantas silvestres, invencibles y anónimas.
Desde el rincón que es oficina, la patrona le ordena que se apure,
es hora de cerrar. Lejos de obedecer, Pamela continúa su azarosa
lectura: “Por las noches, el laberinto se desvanece en la oscuridad. En
su lugar quedan ecos guardianes –voces, tañidos, gritos, estruendos,
músicas que no dejan lugar para el silencio.”
IV
En la calle los vendedores ambulantes desmontan sus
puestos desarmables, en los quicios las fritangueras se alegran con
música tropical, un anciano camina por el arrollo empujando una carrito
repleto de cartones, a la entrada de una vecindad un hombre y una mujer
se abrazan con frenesí que borra al mundo. Pamela se detiene en la
esquina. Al ver la escena callejera en su totalidad tiene la sensación
de estar leyendo otra página de la libretita que olvidó el señor Cobos.
(Dedicado a un muy querido lector que hoy no vendrá.)
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