Pedro Miguel
Una de las reacciones más ilustrativas a la realización del greferéndum de este domingo y del amplio triunfo del no a las nuevas exigencias de austeridad emitidas por la troika
es la virulencia con que individuos y organizaciones de las derechas se
han empeñado en descalificar la consulta ciudadana directa: la han
calificado de populista y demagógica, la han llamado
trampa al electoradoy algunos, como José María Aznar, han reprochado al primer ministro, Alexis Tsipras, que
eluda sus responsabilidadesy las transfiera al conjunto de la sociedad. Otro pensador de la reacción, de cuyo nombre no quiero acordarme, argüía que en la actualidad, a diferencia de la democracia ateniense, no es posible dejar las decisiones en manos de la gente, porque las naciones contemporáneas tienen una población mucho más numerosa que los asistentes al ágora y porque la cosa pública se ha complicado tanto que su manejo requiere de especialistas y de políticos profesionales.
Estos posicionamientos y otros semejantes reflejan en primer término
la zozobra provocada por la determinación soberana de los griegos en
los pulcros escritorios del poder, el entripado que causa a los
tecnócratas la irrupción de la plebe en cosas que deben ser sólo para
iniciados y el enojo por la reducción en los márgenes de ganancia del
negocio de endeudar a un país más allá de sus posibilidades reales de
pago –como lo hicieron con Grecia las cúpulas gubernamentales y
financieras de Europa, según confesión expresa del Fondo Monetario
Internacional– y de esquilmar a la población para que pague los lujos y
los robos de los gobernantes locales.
Pero más allá de molestias y estados de ánimo, tales reacciones
retratan en forma nítida a la casta de dueños de la democracia formal y
representativa que Europa y Estados Unidos proponen como modelo al
resto del mundo: regímenes políticos tripulados por pequeñas minorías
oligárquicas y ladronas que se sirven de las instituciones para
concentrar la riqueza en manos propias por vías legales, legalizadas o
abiertamente ilegales, y que se reservan para sí la potestad de las
grandes decisiones. Su máximo grado de apertura consiste en llevarlas a
parlamentos controlados por cúpulas partidistas involucradas en la red
de negocios.
España y México, por ejemplo. Ante los reclamos independentistas de
vascos y catalanes, las fuerzas hasta hace poco hegemónicas de la clase
política madrileña aseguraban que tales reivindicaciones eran inviables
porque la Constitución de 1978 era inalterable. Pero en 2011 el PSOE,
entonces en el gobierno, no tuvo empacho en convocar al PP para
adulterar el artículo 135 a fin de entregar al Banco Central Europeo
(BCE) la potestad hasta entonces soberana de emitir deuda pública y
consagrar el pago de la deuda como
prioridad absoluta(así mero dice) del presupuesto público. Rajoy presumió que
en 10 minutoshabía otorgado su apoyo total a la reforma aplicada por el entonces presidente Rodríguez Zapatero. Ninguno de ellos pensó en la pertinencia de consultar al país antes de causar una lesión tan grave a su independencia financiera. Formalmente, la sociedad estaba representada en el Legislativo –abrumadoramente dominado entonces por esos dos partidos– pero no tuvo voz en el asunto.
En
el caso mexicano, el régimen peñista desvirtuó de manera grave el texto
constitucional a fin de repartir de manera legalizada –ya se repartía,
pero en forma ilegal– la industria energética a las transnacional y a
sus socios locales. Hubo un clamor para que aquella desnaturalización
profunda y grave del pacto social fuera sometida a consulta nacional,
pero los tecnócratas, los cleptócratas y los oligarcas que operaron la
reforma sabían perfectamente que el país se oponía mayoritariamente a
semejante saqueo y cerraron de tajo cualquier posibilidad de referendo.
En general, la manera democrática en que los países han
sido entregados a la voracidad del capital transnacional es uno de los
más escandalosos engaños de la época actual. Desde la primera
generación de gobiernos neoliberales en Latinoamérica (Salinas, Menem,
Fujimori) los cascarones de la institucionalidad representativa,
despojados de representatividad real, han servido para la consolidación
en el poder de élites depredadoras que, sirviéndose de los gobiernos,
sirven a grandes corporaciones cuyos giros legales suelen concentrarse
en finanzas, energía, telecomunicaciones, minería, industria, manejo de
agua y seguridad pública y privada, pero que incluyen también lavado de
dinero, contrabando, evasión fiscal y tráfico de drogas. Inglaterra,
Estados Unidos, Alemania, Francia y Japón pueden figurar entre los
países menos corruptos, pero una parte sustancial de sus ingresos
provienen de sus corporaciones que hacen negocios inmundos en México,
Colombia, Marruecos y Uganda, por ejemplo, naciones en las que, según
los relatos oficiales, también imperan democracias multipartidistas.
El capítulo más cínico de esta impostura es la negociación de los
megatratados en Comercio de Servicios (TISA, por sus siglas en inglés)
y Transpacífico de Asociación Económica (APP), en la que las élites
oligárquicas y tecnocráticas ni siquiera han creído necesario dar a
conocer a sus respectivos representados los textos de los
acuerdos respectivos y han estipulado su ocultamiento a la vista del
público por un periodo de cinco años contados a partir de que tales
pactos entren en vigor.
Ante la opacidad y la falsa representatividad de las oligarquías
tecnocráticas y cleptocráticas, el referendo griego, ejercicio de
demócratas verdaderos, es inspirador y ejemplar.
Twitter: @Navegaciones
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