Néstor de Buen
El horroroso crimen de Ayotzinapa es sorprendente y muy preocupante, porque sin la menor duda refleja el modo de ser de parte de nuestra población que creíamos razonablemente civilizada y que, por lo visto, conserva las peores tradiciones de nuestros antepasados, con total indiferencia frente a la vida ajena y una absoluta insensibilidad.

Por supuesto que se habla de la entrega de los estudiantes a los denominadosGuerreros Unidos, aparentemente con intervención de la policía de Iguala al parecer a su servicio.
Me falta imaginación para presumir cómo fue el asesinato que supongo colectivo, bajo condiciones que hicieron imposible alguna resistencia de los normalistas. Tiene que haber sido un acto escalofriante con un público cómplice que con toda seguridad formaba parte de la población de Iguala, lo que tendría que facilitar las averiguaciones. Pero, además, cabe suponer que dada la edad de las víctimas, sus propios familiares habrán tenido la oportunidad de presenciar los hechos, aunque esto violenta la imaginación porque lógicamente, de haber sido así, no habrían adoptado una posición pasiva, salvo que hayan estado sujetos a amenazas suficientemente expresivas.
La segunda parte de los hechos: la incineración, el meter los restos en bolsas y arrojarlos al río tampoco puede imaginarse que hayan sido actos a escondidas.
Me cuesta trabajo aceptar la intervención culposa del alcalde de Iguala y de su mujer, aunque todo indica que así fue.
Detrás de todo el escenario está presente, sin la menor duda, el hecho de que tales actos habrán requerido la oportuna provisión de armamento y municiones a los asesinos que, lo más factible, forman parte de la población cercana. Ahí se hace evidente la eficacia del contrabando internacional, sin perjuicio de que la vía para lograr el armamento haya sido simplemente la complicidad de las policías, lo que con toda seguridad ocurrió.
Lo que es claro, como resumen, es que en este momento vive México una situación intolerable en la que juegan la indiferencia de los evidentes testigos, la absoluta falta de moral de las autoridades, particularmente policías y funcionarios públicos, la dolorosa ineficacia de los organismos superiores encargados de la seguridad y en particular de la fiscalización de las conductas delictivas.
La muy amarga conclusión es que el Estado mexicano, producto de una larga evolución iniciada en la Revolución de 1910 y asumida jurídicamente en la Constitución de 1917, carece hoy de la más elemental educación y sentido social.
El problema es de extrema gravedad.
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