“La Diosa Mnemosyne, personificación de la memoria, hermana de Cronos, es la madre de las Musas: Es omnisciente, según Hesiodo: Ella sabe ‘todo lo que ha sido, lo que es y lo que será'. Cuando el poeta está poseído por las Musas abreva directamente en la ciencia de Mnemosyne, es decir, sobre todo en el conocimiento de los orígenes. El pasado, revelado así, no es más el antecedente del presente, sino su fuente”, Mircea Eliade.
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Un encuentro con la memoria, las fiestas de fin de año. Quizá de allí las emociones contradictorias que despiertan. Hay quien las adora y las vive con alegría, hay quien las odia y se deprime hasta reyes; y en medio de esos extremos cabemos la mayoría de las personas, cargadas de ambivalencias. Yo no sé si me gustan o no, digamos que hay años, en que no sé muy bien qué hacer con ellas. Digamos que me siento jaloneada por dentro: entre la ternura de cenas muy íntimas con sus abrazos, sus palabras amorosas, sus encuentros y sus desencuentros, y una especie de nostalgia, de melancolía difícil de domesticar.
El problema de las fiestas de fin de año, es el de los ideales que traen consigo. Creo. Como si de golpe a las alturas de las posadas comenzara a circular esa “obligación” de ser felices a como dé lugar. Esa algarabía que corre el riesgo de ser forzada. Ese decreto de paz y amor universal a ultranza. Las fiestas llaman –con insistencia- al encuentro, y es evidente que no todas/os podemos encontrarnos. Los compañeras/os de oficina se quieren, los integrantes de las familias se quieren, los compañeros de escuela se quieren. Tenemos que estar a la altura, corresponder al ideal de esa felicidad sin grietas ni fisuras. Ese amor rayano en alguna perfección tan remota de lo humano.
Curiosos los ideales de fin de año, cuando sabemos, que para que el amor exista es necesario aceptarlo en sus bellezas, y en sus resquebrajaduras y sus puentes rotos. Tal vez por esas expectativas tan altas, por esa urgencia de negar durante quince días, o por lo menos a la hora de las cenas rituales, todo lo que puede existir de “inconveniente”, lo reprimido (Freud dixit) termina “hablando”. La familia se reúne en su versión extensa. Podríamos maravillarnos de la cantidad de lapsus que circulan por las mesas ceremoniales.
Las agresiones veladas, veladísimas que corren. Las miradas tristes que intentan acompañarse de una risa. Como si ante el decreto de “amor y felicidad” algo se rebelara adentro nuestro: lo No Dicho. Ese No Dicho que forma parte de un pacto familiar de silencio –consciente o no- cuyas reglas -más o menos- se mantienen durante todo el año. Pero esa noche solemos ser muchas/os, y la prohibición de decir parecería tomar una fuerza particular detonada por la prohibición misma. Como una tremenda tentación: “¿Por qué no decimos lo que quisiéramos decir, puesto que nos amamos tanto?”. No es por supuesto el amor lo que está en duda, sino una manera de concebirlo: redondo, perfecto, sin cuestionamiento posible. Idealizado.
(Matisse.)
Quizá hay ciertas tensiones, dolores, melancolías que no amenazarían con emerger durante las fiestas, si existiera la posibilidad de conversar –desde lo íntimo, desde lo que nos cala, desde lo que importa- el resto del año. ¿Acaso es posible? ¿Es posible cuestionar los modos del amor? ¿Por qué solemos considerar que cuestionar los modos de los vínculos familiares es casi una traición? Entonces nos callamos. Tapamos un hueco por acá y otro por allá. Tememos que las palabras sean escuchadas como juicios. Tememos escuchar las palabras como juicios. Conversar, atreverse a decir, no es descalificar. Es cosa de cuidar el cómo. Importantísimo el cómo. En las conversaciones delicadas que implican una fuerte inversión afectiva, la forma –como escribían los estructuralistas- suele ser fondo.
Pero, ¿qué tal si estamos allí en toda nuestra humanidad y en la aceptación de la humanidad del otro? No se trata de tener razón o no tenerla. En el amor se trata muchísimo, también, de administrar la sinrazón. Administrar los imaginarios de cada una/o, la diferencia en las maneras de percibir y escuchar. Las diferencias de cada historia. Se trata de ir aprendiendo a escuchar a cada persona en su singularidad. Y es tan difícil de lograr y tan bello de intentar. Las resquebrajaduras del amor y las vivencias de cada una/o. ¿No es sorprendente cómo cuando nos deslizamos hacia ejercicios de memoria entre hermanos, encontramos que recordamos distinto? Que cada una/o tiene una vivencia personalísima y única de su madre y de su padre, por ejemplo.
No hay una madre que es “así”, cada quien tiene la suya. Cada vínculo es diferente y único. En los casos en los que el padre, la madre, o ambos, estuvieron ausentes durante la crianza, o están ausentes en la edad adulta: cada hija/o mantiene ese vínculo diferenciado con la ausencia. Igual para los hermanos, los abuelos, los tíos, los primos. En la medida en que las familias se constituyen en la fuerza de un “nosotros”, es muy complejo aceptar la diferenciación. “Nosotros somos una familia así”. Solemos decirlo. Como si nombráramos a un bloque inamovible, cuando la familia es/tiene que ser un espacio dinámico de seres humanos en continua transformación.
Nos da por pensar que sabemos quién es cada uno de los integrantes de la familia, sin tomar en cuenta, en muchos casos, que hay “modos de ser” asignados. Que esta asignación puede ser muy arbitraria. Depende de las características físicas de un hijo, a veces (¿a quién se parece?) de su sexo, del lugar que ocupa en la secuencia de nacimientos, del momento que vivían el padre y la madre al nacimiento, de sus deseos e imaginarios colocados en esa hija o hijo. Y seguro hay bastante más. Pero la persona en cuestión no necesariamente corresponde al rol que se le asigna. O quizá “correspondió” alguna vez, y está cambiando. Ejerce su derecho a cambiar, a definirse desde adentro de sí mismo. ¿Cómo se sostiene el “nosotros” de los orígenes, en la aceptación de la libertad, la separateidad, la singularidad? Creo que nadie sabe cómo, creo que necesitamos aceptar que el conflicto existe. Creo que tenemos todos los días para inventar.
Cuando salgo al tráfico en la ciudad de México por estas fechas, me llama la atención el aumento de la agresión en la manera de manejar, los claxonazos, los gritos entre los conductores. Hay más tráfico, es una razón. No creo que sea la única. Es como si circulara una tensión que no dice su nombre, ¿la de la felicidad absoluta y forzada? ¿La de no ser capaz de ofrecer “lo suficiente” (ante unos parámetros demasiado elevados) en términos de inversión emocional y económica?
Y todo lo que se juega de memoria en esas noches: no estamos -en presencia tangible- todos los que somos. Los que ya no están. Los inolvidables ausentes. Esos abrazos que ya no damos. La memoria de los ancestros de todas esas doble filiaciones que se reúnen en cada encuentro de la familia extensa. La abuelita materna que era la artista de los nacimientos gigantes: el pesebre, la estrella de Belém, y la cantidad de personajes y animalitos colocados como en tres pisos. Las figuras clásicas de los nacimientos mexicanos que aún se encuentran en todos los mercados. Había de todo: desde las palmeras tropicales, hasta las escenas con nieve. Ángelitos y diablos. Santas y agricultores. Pavos y osos.
Estamos hechos de recuerdos
La memoria: “Cuando el poeta está poseído por las Musas abreva directamente en la ciencia de Mnemosyne, es decir, sobre todo en el conocimiento de los orígenes. El pasado, revelado así, no es más el antecedente del presente, sino su fuente”. Maravilloso Eliade, y sus palabras para decirlo. Porque todas/os somos a nuestra manera, poetas a la búsqueda de la comprensión de los orígenes, para comprendernos, y para proyectar el futuro. La memoria del “Léxico familiar”, de nuestra madre y nuestro padre jóvenes, de nuestros hermanitos niños. Les digo: qué revolcadero de emociones.
Les deseo, entonces, a todas/os aquellos para quienes la navidad es parte de sus tradiciones familiares: que la memoria regrese en su riqueza, en lo bueno, y en lo no tan bueno. Que el amor sea tan honesto y tan libre como se pueda. Y que logremos abrazarnos en la complejidad de tantas emociones. Que las emociones nos sean como las olas del mar cuando una/o quiere viajar en ellas: no hay que aventarse contra las olas que llegan, es más dulce, más “sabio”: Aprender a deslizarse en ellas.
@Marteresapriego
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