Cristina Pacheco
Cada vez que alguien entra aquí pienso en el hombre flaco que vino el jueves en compañía de su niña. Aparecieron a la una de la tarde. El restorán estaba vacío y, sin embargo, el tipo, sonriente y con las manos en los bolsillos, se demoró en elegir mesa hasta que al fin se decidió por la que está enfrentito de mi caja registradora.
Cohibida, inmóvil a mitad del salón, la niña se veía incómoda y friolenta en su vestido de encaje rosa. Desde su sitio, el hombre flaco agitó la mano:
–Hija, princesa, ¿te gusta este aquí o prefieres que nos sentemos junto a la ventana para que te dé el solecito?– Sin esperar respuesta, le señaló una silla a su acompañante y echó un vistazo general: –¿Sabes cuánto tiempo llevaba sin venir aquí? Uf, desde que tú tenías cuatro años y te dejábamos a dormir en casa de mi madre. No se te olvide que tenemos que hablarle antes de Navidad.
Terminó la frase y se levantó a ver las fotos de don Cipriano, el propietario del restaurante, con las personalidades que han sido sus clientes. Mientras, la niña se mantenía atenta a los movimientos de su padre y ansiosa de que él regresara. Quise abreviar su espera:
–Joel, atiende la dos–. Iba a dirigirme a la niña cuando reapareció el hombre flaco y aproveché para justificar la demora en el servicio: –Como es algo temprano y en la mañana tuvimos varios desayunos, el personal...
–¿Todavía cierran a la una de la madrugada?– me preguntó el hombre flaco sin mirarme y creo que sin haberme escuchado: –Cuando nosotros veníamos, sí; a veces nos quedábamos hasta más tarde.
–¿Hasta qué hora?– le pregunté por simple cortesía.
–Tarde. Para nosotros... Nosotros, nosotros, ¡basta ya de eso!
Dio un golpe en la mesa. Me desconcerté. La niña parecía a punto de llorar y él le acarició las manos:
–Estás helada, princesa. ¿Quieres mi chamarra? ¿No? Conste que te la ofrecí. Y por favor, no te me andes asustando. Acuérdate de que vinimos a pasarla bien–.Tomó la carta de bebidas: –Ya sé qué vamos a tomar: tú una sangría de botella y yo una cuba. Las que prepara Salvador son buenísimas–. El hombre flaco se dirigió a mí: –¿Sigue trabajando con ustedes?
–No. Cambió la administración y todo el personal es nuevo– dije.
–Lástima, Chava tenía mano santa para las bebidas. Era un tipazo y llegamos a ser buenos amigos–. Volvió a inclinarse sobre su hija: –Cuando naciste, quise que fuera tu padrino, pero tu madre se negó. A ella todo el mundo que no fuera oficinista le parecía poca cosa.
–Papá: quiero ir al baño– dijo la niña remolineándose en su asiento.
–Pues ve. Está allá enfrente, junto al de caballeros. No vayas a equivocarte. Yo desde aquí voy a estar echándote ojo–. En cuanto la niña se fue, el hombre flaco volvió a dirigirse a mí. –Ese es otro problema de ser padre soltero: no puede uno entrar al gabinete de señoras.
El comentario era una confesión. No supe qué decir y me alegré de que Joel se acercara a tomar la orden. El hombre flaco pidió su cuba, pero según el procedimiento de Salvador: “Primero los hielos, después el limón...”
II
Excepto la del centro, a las dos todas las mesas estaban ocupadas. En la del hombre flaco había vasos con restos de cuba, botellas de cerveza y un muestrario de platillos:
–Jade: son pulpos. Los ves feos pero saben muy rico. Tan siquiera pruébalos. ¿No? Entonces llégale al bacalao. Es muy sabroso y nutre bastante. Cuando era chamaco mi madre me obligaba a tomar una cucharada de hígado de bacalao. Sabía horrible–. Hizo un gesto de repugnancia y tomó la carta: –Algo tiene que gustarte. ¿Qué te parece pierna al horno?
–Ay, papi, ya es mucha comida.
–¡No es nada! Cuando venía con los compañeros de la armadora pedíamos, no te miento, cuatro o cinco platillos y yo no dejaba ni los huesos–. La niña se cubrió la boca para ocultar su risa. La reacción estimuló a su padre para seguir hablando: –Una vez que mi jefe, el ingeniero Santibáñez, vino a nuestra comida de Navidad, además de ensalada y pavo, entre los dos nos comimos un lechón medianito.
–Si siempre has sido tan flaco ¿en dónde te cupo todo eso? –preguntó la niña.
Sin responderle, el hombre flaco bebió el resto de la cuba y se talló la frente:
–El ingeniero Santibáñez me apreciaba y me tenía muy en cuenta. Lo malo es que vinieron los problemas con tu madre y empecé a fallar, a perder interés en... No me veas así. No estoy culpando a Yolanda de nada, sólo te digo cómo fueron las cosas. Tronaron y punto. Lo bueno es que tú y yo somos felices. El hecho de que a veces me tome unas copas no quiere decir que me sienta mal o que extrañe a Yolanda.
El hombre flaco se interrumpió. En cuanto Joel abrió espacio para la pierna al horno, él ensartó con el tenedor un trozo de carne para ofrecérselo a su hija:
–Éntrale, princesa, te va a gustar. Era el platillo que más le gustaba a Yolanda–. Repentinamente sombrío, alejó su plato y se puso a observar a los comensales hasta que reparó en el grupo que ocupaba la mesa antes reservada: –Princesa: ¿a que ni te imaginas quién está allá? El ingeniero Santibáñez. Ven, vamos a saludarlo.
–Ve tú. Yo aquí me quedo –respondió la niña encogiéndose en su silla y agregó: –Me da pena que me vean.
–¿Por qué, si estás preciosa? Ándale, acompáñame. Quiero que veas la alegría del ingeniero cuando lo salude después de años de no vernos. Está igualito y siempre tan elegante con sus chamarras de gamuza. Acaba de levantarse, viene para acá. Me reconoció–. Radiante, con los brazos abiertos, el hombre flaco salió al encuentro de su antiguo jefe: –¡Qué gustazo! Le presento a mi hija. Levántate, princesa, y dile al ingeniero de quién estábamos hablando y lo que te conté de aquella vez que entre los dos comimos...
El ingeniero emitió una sonrisa forzada y el hombre flaco cambió a un tono solemne:
–No se hubiera molestado en venir. Estaba a punto de acercarme a su mesa pero quise esperar...– Antes de que terminara la frase, el ingeniero se apresuró al baño. A los pocos minutos reapareció. Sin detenerse, con la mano húmeda oprimió el hombro de su antiguo colaborador:
–Muy linda tu nena. Felicidades y buen año, Esteban.
El hombre flaco intentó iniciar una conversación. Fue inútil. Con la palabra en la boca, se quedó mirando al ingeniero alejarse y unirse a su grupo de amigos.
–Papá: ese señor te dijo Esteban, pero tú te llamas Santiago. ¿Por qué?
Vi al hombre flaco intentar una sonrisa mientras miraba los hielos deshacerse en su vaso.
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