Editorial La Jornada
Al participar en la
conferencia Una Nueva Política Migratoria para una Nueva Era, en
Washington, la secretaria de Gobernación de nuestro país, Olga Sánchez
Cordero, refrendó el giro en la política migratoria mexicana promovido
por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Este nuevo enfoque parte
del reconocimiento de que hoy día quien migra no lo hace por gusto, sino
por necesidad, falta de oportunidades y para huir de contextos de
violencia, por lo que se orienta, en consecuencia, a resolver la
problemática social de las causas de los desplazamientos, regular su
ingreso a nuestro territorio de quienes provienen, en su mayoría, de
Centroamérica, defender las garantías de personas en tránsito y
ofrecerles la posibilidad de quedarse a trabajar en México.
Asimismo, la encargada de la política exterior rechazó la
estigmatización de los migrantes centroamericanos al apuntar que apenas 1
por ciento tiene antecedentes penales de algún tipo, y que hasta ahora
sólo se ha detectado a dos con ficha roja de Interpol. Sin embargo,
también señaló que se ha identificado a líderes de organizaciones
encargados de
reclutara los integrantes de las caravanas –principalmente compuestas por hondureños– que desde el año pasado atraviesan el país en el intento de llegar a Estados Unidos, y que la secretaría a su cargo prevé el ingreso de hasta 700 mil migrantes al año por la frontera sur.
Este último dato merece especial atención y una fundamentación de la
manera en la que fue obtenido, porque de verificarse un flujo humano
semejante sería obligado hablar de una auténtica catástrofe humanitaria
cuyo origen estaría en Centroamérica, pero que de manera inevitable se
concretaría en México. Para dimensionar el significado de tal cifra,
cabe mencionar que representa poco más de 2 por ciento de la población
total de las naciones que conforman el llamado Triángulo Norte
centroamericano (Guatemala, Honduras y El Salvador), de las cuales
proviene el grueso de los contingentes migratorios.
Queda claro que una circunstancia semejante rebasaría por completo
toda política gubernamental en materia de migración; más aún, no existe,
en nuestro país ni en ningún otro, una estrategia de Estado capaz de
afrontar un problema de esa magnitud sin un ingente apoyo logístico y
financiero internacional, como sucede en los campos de refugiados
construidos en Turquía y Líbano, –un extremo además indeseable por la
pérdida catastrófica de calidad de vida que supone para quienes se ven
confinados en instalaciones de ese tipo.
Así, de ser una estimación realista, la afluencia anunciada por
Sánchez Cordero requeriría un abordaje multilateral con acciones que
tendrían que emprenderse no en el territorio mexicano, sino
principalmente en los países expulsores de población. Y, pese a la
obtusa renuencia del actual gobierno estadunidense a asumir su parte de
responsabilidad en el tratamiento económico, social y político del
actual fenómeno migratorio, es de elemental sentido común que Estados
Unidos tendría que participar de alguna manera en una solución
humanitaria de largo plazo que saque el asunto del ámbito migratorio y
lo lleve al ámbito del desarrollo en las naciones de origen.
Por último, resulta inquietante el señalamiento de que existen organizaciones
reclutadorasde migrantes, pues podría interpretarse como un intento por responsabilizar a actores puntuales por la ocurrencia de un fenómeno que, como la propia secretaria de Gobernación remarcó, responde a causas estructurales y a la imperiosa necesidad de cientos de miles de personas.
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