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¿En qué momento se pudrió nuestra vida pública? La expresión quizá parezca exagerada pero apenas alcanza para describir todo lo que está mal. Tan solo en la última semana se dio a conocer el descubrimiento de 42 cuerpos en fosas clandestinas de Jalisco. La cifra es impactante pero lo es más la falta de reacciones ante la información.
La historia lleva días circulando y apenas recibe atención en los medios y en los discursos de los políticos. Simple y sencillamente es como si ya nos hubiéramos acostumbrado a este paisaje del terror. Cuarenta y dos personas muertas – con sus familias buscándolos quién sabe desde hace cuánto – no es un tema que paralice al país.
Lo mismo pasa en otras canchas. Basta recordar lo que sucede con el Instituto Federal Electoral, una institución que nos cuesta cada año miles de millones y que es el fruto de años de lucha por la democracia. Hoy el IFE opera en su Consejo General con sólo cuatro de sus nueve miembros por la negligencia de los diputados y nadie parece tener problema con ello. Nadie tiene prisa.
Una tercera estampa para rematar. Hace unos meses, los legisladores se autoimpusieron un plazo para aprobar las leyes secundarias en telecomunicaciones. Hoy la expectativa de los especialistas es que no se cumplirá con esa obligación. ¿Qué sanciones recibirán? Ninguna.
Porque esa es la constante en nuestra vida política. Nada importa porque nada tiene consecuencias. A una persona le pueden sembrar una maleta de droga en el aeropuerto y no provoca una revisión a fondo de todo el sistema; una mujer puede parir en el jardín de una clínica en Oaxaca y el debate sólo da para un par de semanas, después todo queda en el olvido, en una anécdota más.
Esa es la tragedia. Que en vez de construir un efectivo sistema de rendición de cuentas, sólo tenemos una sociedad de escándalos. Una tras otra las historias irrumpen en la agenda –la riqueza de Elba Esther, la corrupción de los ex gobernadores o la entrega de recursos públicos a los maestros a discreción– sin que en el fondo nada cambie. Porque al final todo se presenta como hechos aislados y no como expresiones de problemas generalizados.
Andamos perdidos porque somos incapaces de mantener nuestra atención en un tema hasta que veamos resultados concretos. Por eso el desastre de la reforma educativa que no termina por aterrizar, por eso las instituciones electorales a medias, por eso nadie puede asegurar que no volveremos a tener más casos de presuntos culpables en las cárceles del país. Porque “solucionamos” las injusticias con indultos – como el del Alberto Patishtán – pero no atendemos las fallas estructurales que permiten que esas tragedias se repitan.
Y la culpa no es de los políticos. Primero, porque no son diferentes a nosotros aunque nos encante pensarlo. Los y las políticas salen de la misma sociedad de la que todos formamos parte, con nuestros mismos vicios y virtudes. En segundo lugar, porque en todo caso no serán los funcionarios y legisladores los que se autocastiguen. Si pueden evitar pagar consecuencias de sus actos, seguro lo harán.
Tampoco es culpa de los medios de comunicación. Ni siquiera de la televisión, tan odiada por algunos. Porque la lógica mediática así es, el ciclo de las noticias no perdona y habrá que pasar a otra cosa cuando el interés de la audiencia se empiece a diluir.
Los responsables de esta situación somos los ciudadanos y mientras no asumamos nuestra parte las cosas no van a cambiar. La transformación no llegará nunca desde el poder, ni desde las pantallas, si no es empujada desde abajo por los afectados por esta realidad.
La gran duda es si algún día tendremos la determinación de exigir que las cosas se hagan de forma distinta. Si seremos capaces de pasar de la indignación y el ruido al seguimiento puntual "hasta las últimas consecuencias", como les gusta decir a los políticos. Hoy no me siento particularmente optimista. Espero estar equivocado.
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