11/26/2013

Necrofilia




 
 Tomás Mojarro

            Las facilidades para morir, mis valedores. Entre los avances en materia de derechos humanos que nos garantizan las leyes de esta ciudad capital, que la ubican entre las más progresistas del orbe, tenemos esta de la  muerte asistida. Como sucede aquí con  el matrimonio entre personas del mismo sexo y la suspensión voluntaria del embarazo antes de las primeras 12 semanas,  el de la muerte asistida es un derecho que garantiza la ley. Hoy voy a hablar con ustedes del retiro voluntario de la propia existencia, de la puerta de escape para la vida, la "puerta falsa". Porque "mi vida es mi vida". Vale.

            Cuatro suicidios de sendas parejas sentimentales traigo hoy ante ustedes por la relevancia de los protagonistas y porque fue una decisión que adoptaron en pareja. El primero es el de Stefan Zweig, autor de novelas y obras de teatro. Judío de ascendencia y crítico del nazismo, se vio precisado a salir deAlemania y refugiarse enBrasil. Ante el sombrío futuro de Europa y de la amenaza mundial del nazismo escribe (1942) en su luminoso testamento:

            "Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra".

            Después de ello, abrasado de pesimismo, se abraza de su Charlotte Elisabeth y ambos se arrancan la vida.

            Un caso más, el de  húngaro Arthur Koestler, político y ensayista, periodista y científico. Badajeando entre la esperanza y el desencanto fue a su hora sionista, antisionista, comunista y anticomunista. Nos legó, con muchas más, Los sonámbulos, obra monumental y magnífica donde me hizo escuchar la sinfonía de los astros, que percibió, el primero, Pitágoras, y cuyas notas se asientan en unas páginas que  constituyen “la conciencia crítica que ilumina un mundo de progreso e inimaginables horrores”, los mismos que en 1983 lo llevaron,  al parejo de Cynthia, su esposa, a beber con ella una copa de cognac sazonada con barbitúricos...

            Antes, mucho antes, la historia consigna el suicidio de Marco Antonio, frivolón y mal estratega que al repudiar a su esposa para hacer pareja con Cleopatra la célebre y tratar de tomar para sí todo un imperio es aniquilado por Octavio, cuñado sañudo. Tal fracaso obligó al romano a recargarse en su espada,  y a la egipcia a acunar la serpiente en su pecho. Trágico.

            Sombrío, impresionante, el suicidio que se perpetra en los entresijos de cierto bunker bajo un Berlín en ruinas, en llamas, en muerte, en desolación. Siniestros personajes concurren a la ceremonia de la necrofilia y se encargan del veneno y las armas que van a segar la existencia de un genocida que se prepara a morir mientras afuera resuenan clamores de triunfo y derrota,   destrucción y derrumbamiento. Goebbels sostiene en sus manos veneno y armas. Quienes han de morir, el amante y la concubina, contraen matrimonio antes de dejar, juntos, la vida. El, por supuesto, Hitler; la que fue amante y hoy  es esposa: Eva Braun. Lúcidamente demencial, el Führer se despide de sus dos secretarias y pone en sus manos el legado póstumo:

            - Me disgusta no poder hacer a ustedes otros obsequio de despedida.

            Y les entrega sendos frascos de veneno. Hitler y Eva han ingerido su ración de muerte mientras Europa se derrumba en pedazos.

            En fin. Stephan Zweig por escéptico y Koestler por desencantado se suicidaron; por ambición, deslealtad y lujuria el romano, y el genocida de Auschwitz por megalómano. ¿Y los genocidas gringos? ¿Y esos perros de guerra? ¿Esos qué? (Sigo después.)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario