Autor: Marcos Chávez * @marcos_contra
Ante la pérdida de ingresos tributarios y petroleros, el gobierno federal ha optado por el presupuesto base cero y el balance fiscal cero. Con ello se sacrificará de nuevo el gasto público: el social, de salud, de educación, las pensiones, el empleo. No se tocarán las grandes fortunas, que seguirán eludiendo al fisco. Así, las capas sociales más bajas serán víctimas de la ausencia de crecimiento, del bajo empleo formal y de la menor capacidad de consumo local
Un predicador a la antigua pronunciando el sermón de los domingos
Milton Friedman, Capitalismo y libertad
En agosto
de 2011, a propósito de la reforma pactada entre el social-neoliberal
José Rodríguez Zapatero y el neofranquista Mariano Rajoy, que elevó a
rango constitucional el compromiso del equilibrio fiscal y de pagar la
deuda pública española, el entonces diputado socialista Antonio
Gutiérrez, el único de su partido que votó en contra en esa ley, dijo:
“así empiezan las ocurrencias, que es muy distinto de las ideas
políticas cabalmente pensadas”.
La “ocurrencia” desesperada de
Rodríguez Zapatero, después seguida por Rajoy –cuyo partido pregona la
doctrina del déficit cero desde 2001–, fue ubicar el pago de la deuda
estatal como la “prioridad absoluta” para todas las administraciones,
por encima del resto de los egresos públicos no financieros. Esto
implicó subordinar el gasto social, el de salud, de educación, las
pensiones, el empleo, el seguro del desempleo o el productivo a la
liquidación puntual de los intereses y el principal de los pasivos
externos.
Para echarle sal en la herida,
como diría el periodista español Alejandro Bolaños, además, las nuevas
leyes “no admiten la iniciativa popular para su elaboración o
modificación”.
El castigo del gasto programable y la
elevación de los impuestos –y la creación de nuevos– y de los precios
públicos tenían, por tanto, una meta clara: reducir el déficit fiscal
global, el cual cayó de 11 por ciento a 4.3 por ciento del producto
interno bruto (PIB) entre 2009 y principios de 2015 y el primario (la
diferencia entre el ingreso y el gasto, menos los intereses), que bajó
de 9.6 por ciento a 1.6 por ciento del PIB, según datos de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la
Oficina Europea de Estadística (Eurostat). El propósito es que el
primero sea de cero y el otro superavitario para generar los excedentes
financieros necesarios para cubrir dicho servicio.
Paradójicamente, la deuda pública total
del gobierno español no se reduce. Aumentó de 728 mil millones de euros
a 1.1 billón de euros entre 2009 y 2014; del 67 por ciento del PIB a
103 por ciento. La del gobierno central subió de 582 mil millones de
euros a 930 mil millones de euros; de 54 por ciento a 88 por ciento del
PIB. Esto debido a los créditos obtenidos para evitar la quiebra del zombi sistema financiero.
El ajuste es drástico. Pero para la
Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario
Internacional (FMI) es insuficiente. Ellos exigen que el déficit fiscal
no supere el 3 por ciento del PIB y que el endeudamiento público no sea
mayor a 60 por ciento del PIB. A menos que suceda algo, España
necesitará, quizá, un par de años más de sacrificios.
El costo de la política fiscal austera
fue la recesión de 2009-2013 (la tasa media real anual fue de -4.5 por
ciento) con alto desempleo (su tasa media subió de 18 por ciento en
2009 a 23 por ciento al primer cuatrimestre de 2015, de 2.6 millones de
personas a 5.2 millones). Aunque el desempleo de los jóvenes pasó de
847 mil a 755 mil, su proporción dentro del total de este segmento de
la población aumentó de 43 por ciento a 53 por ciento. En Europa esos
datos desastrosos sólo son superados por Grecia.
El costo político del programa
presupuestario antisocial fue la salida de los socialneoliberales del
gobierno. Rajoy no tarda en replicar ese destino. Ambos serán
derrotados electoralmente por los indignados, arrojados a la oposición
con el colapso sistémico del neoliberalismo de 2008-2009 y las
subsecuentes medidas autoritarias de la austeridad.
El futuro de la austeridad se vuelve incierto en Grecia y España, sin descartarse el “efecto contagio”.
Del fracaso a las ocurrencias
En el caso de México, lo único que no
se les puede objetar a Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray es su
destreza para allanar el camino a las reformas estructurales
neoliberales –entre ellas el desmantelamiento y reprivatización del
sector energético–, que sólo han beneficiado a las corporaciones, sin
ayudar al crecimiento económico.
Después, como Rodríguez Zapatero, sólo han mostrado una peculiar habilidad para el fracaso y las ocurrencias.
Prometieron crecimiento y, sin embargo,
la política fiscal y económica se basa en los cánones de la ortodoxia
neoliberal que lo obstaculizan.
La conducción económica, responsabilidad de Videgaray, es un desastre.
Educado en la tradición monetarista y del fundamentalismo del “libre mercado”, y adiestrado en la tijera disciplinaria fiscal y la modernización privatizadora estatal por su paso en tierras de caciques mexiquenses,
cuando fue secretario de Finanzas, Planeación y Administración del
entonces gobernador Peña Nieto (2005-2009), Luis Videgaray sólo
aprendió un par de lecciones. Una es la de la austeridad
presupuestaria. Otra es, como diría Yanis Varoufakis, el ministro
griego de Finanzas, ayudar a “legitimar la usurpación del poder y la
riqueza por parte de un grupo social determinado”, a poner el aparato
del Estado en beneficio de los poderosos”. OHL es un buen ejemplo del
nuevo trato de los negocios público-privados, y Videgaray algo debe
saber… Ese conocimiento ahora lo emplea desde la Secretaría de Hacienda
y Crédito Público.
Por ello, no es extraño que la política económica y fiscal en 2013-2018 sea de astringencia presupuestal, más que anticíclica y promotora del crecimiento, tarea transferida al capital privado.
En 2013 propuso una reducción del gasto
público programable real en 1.4 por ciento y se ejerció con retraso
entre enero y agosto, comparado con el aplicado en el mismo lapso de
2012. Después lo aplicó precipitada y desordenadamente. Al cierre del
año creció 2.8 por ciento; el del gobierno federal en 4.6 por ciento,
sin efectos sobre la aletargada economía.
En 2014, con su “reforma” de impuestos
extravagantes, dijo que el gasto programable sería contracíclico: 9.4
por ciento. Al final, el del sector público creció 3.6 por ciento y el
del gobierno federal 4.5 por ciento.
Con ese presupuesto se estimaba un
crecimiento de 3.5 por ciento y 3.9 por ciento en 2013 y 2014. Pero su
variación fue de 2.2 por ciento y 2.5 por ciento. El promedio fue de
2.3 por ciento, contra la tasa de 2.4 por ciento de 1983-2012.
A partir de 2015 todo se ha convertido en una tragicomedia.
Se planea un aumento del gasto
programable de 0.3 por ciento, el cual se volvería en un decremento en
caso que la inflación superase la tasa de 3 por ciento. Pero no será
necesario esperar esa desviación. Hacienda adelantó un recorte por 124
mil millones de pesos y otro por 135 mil millones de pesos para 2016,
por lo que en este año, con relación al PIB se ubicará en su nivel más
bajo en 8 años.
Hacienda también revalúa a la baja su
meta de crecimiento. En 2015, de 3.9 por ciento a 3.3-4.3 por ciento.
Para 2016, de 4.9 por ciento a 3.3-4.3 por ciento. El Banco de México
(Banxico) ha reducido la primera de 2.5-3.5 a 2-3 por ciento, y la
segunda de 2.9-3.9 a 2.5-3.5 por ciento.
En parte, el desastre se debe a que
Hacienda fue incapaz de observar y analizar la tendencia del mercado
petrolero –el alza especulativa de los precios del crudo (2009-2012),
su declinación (2012-2014), su colapso a partir del segundo semestre de
2014 y su bajo nivel de 2015, con expectativas inciertas, a raíz de la
“guerra de cotizaciones” y la sobreoferta de crudo– y otros factores
económicos internos y externos que llevan al endurecimiento fiscal.
En pleno colapso petrolero, Videgaray y sus muchachos planean como si estuvieran frente a otro catarrito carstense. En los Criterios de política económica de 2015
enviados al Congreso de la Unión en septiembre de 2014, estimaban un
precio de 81 dólares por barril (db) para la mezcla mexicana de
exportación, de 80 db en 2016, de 85 db en 2017 y de 87 db en 2018. En
noviembre, el precio aprobado para el presupuesto fue de 79 db, justo
cuando éste ya había perdido casi una cuarta parte de su valor en el
mercado con relación a junio (cayó de 98.79 db a 75.23 db), era
impredecible su “piso” y era ligeramente menor al de la cobertura
contratada (76.4 db).
El ajuste oficial en la cotización
evidencia que el gobierno aún no se convencía de esa nueva realidad que
percibía como transitoria y se escapaba caprichosamente a su designio y
raciocinio.
Ahora estiman un precio del crudo de 50
db para 2015 y de 55 db para 2016. Sobre ese supuesto proyectan el
páramo fiscal que caracterizará lo que resta del peñismo.
La tesis de doctorado en economía de Videgaray, de 1998, obtenida en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, versa sobre La respuesta fiscal a los choques petroleros (The fiscal response to oil shocks).
Por lo visto, merced a la actual crisis
petrolera, Videgaray no encontró la respuesta fiscal adecuada para
tratar de adelantarse preventivamente a esa conmoción y, por añadidura,
tampoco halló las opciones pertinentes que, en la medida de lo posible,
permitieran sortear sin graves daños sus secuelas perniciosas. No
obstante es doctor, es secretario de Estado, y al parecer sueña con la herencia presidencial.
El derrumbe de los precios del crudo y la pérdida de esos ingresos lo tomó desprevenido y lo forzó a actuar después del diluvio como canguro lampareado.
Las soluciones que ha encontrado no son
doctoralmente originales. Son triviales. Una es la recuperación del
ajuste fiscal tradicional recomendado por el Fondo Monetario
Internacional (FMI) y cuyos efectos recesivos y antisociales son
conocidos desde la década de 1980, cuando éstos programas se impusieron
intensivamente a escala mundial. Es decir, el recorte del gasto público
en el monto necesario para ajustarlo al nivel de ingresos disponibles,
afectados por la caída de los recursos petroleros, y al equilibrio
fiscal.
Según Fernando Galindo, subsecretario
de Egresos, se busca “un déficit público decreciente” que alcance su
“equilibrio en 2017”. En 2014 fue de 1.5 por ciento del PIB, excluyendo
las inversiones de Petróleos Mexicanos (Pemex), y se espera que baje a
1 por ciento del PIB en 2015, y a 0.5 por ciento del PIB en 2016.
En lo que resta del sexenio, por tanto, privará la austeridad.
La coartada para justificar el ajuste es tediosa:
“Atemorizan con que el gasto público y déficit son causas de la
inflación y la recesión, lo que exige disminuir los subsidios y reducir
la expansión fiscal en las cuentas referidas al empleo público,
salarios y cobertura previsional. Ése es el recorrido”, dice el
economista Alfredo Zaiat.
Como dice el economista Alejandro
Nadal: “La austeridad fiscal, el brutal recorte del presupuesto, tiene
por objeto principal calmar las inquietudes de los dueños de las
reservas”, es decir, los inversionistas. “La retórica de que el
gobierno es como cualquier familia y no puede vivir por arriba de sus
recursos es falsa. Ninguna familia tiene la capacidad de recaudar
ingresos tributarios. En el fondo, la austeridad fiscal sacrifica la
economía real y sólo sirve para que la economía mexicana siga
manteniendo su función de espacio de servidumbre financiera”.
Videgaray nunca podría ser ministro de
Finanzas del griego Alexis Tsipras o la argentina Cristina Fernández,
renegados de la austeridad neoliberal y militantes del activismo fiscal
keynesiano, que desafía la ortodoxia de las finanzas y busca ampliar la
autonomía restringida de la política económica.
La moda del presupuesto autista base cero
A su falta de creatividad, Videgaray
añade un aderezo ocurrente: el llamado “presupuesto base cero” (PBC),
el cual no es una propuesta innovadora; de mejor calidad demostrada en
otros países donde se hayan aplicado.
Jorge E Dávila, de la Confederación de
Cámaras de Comercio, dijo en 2010: “Ya no queremos el incremento de
tasas impositivas, vamos por la revisión de los egresos de los
gobiernos. [Queremos] presupuestos base cero y no inerciales”. Ello
pese a que Claudio X González, “el energúmeno que estigmatiza a los
maestros, desacredita la enseñanza pública e intimida a quienes no se
supediten a su agenda y sus deseos” (Luis Hernández Navarro dixit), reconoce en ese momento que la experiencia internacional ha dejado resultados mixtos.
¿Qué es el presupuesto base cero? Es la
revaluación, la “reingeniería” de “cada uno de los programas y gastos,
partiendo siempre de cero”. El presupuesto “se elabora como si fuera la
primera operación y se evalúa y justifica el monto y necesidad de cada
renglón del mismo. Se olvida del pasado para planear con plena
conciencia el futuro”. Se basa “únicamente en las expectativas para el
año siguiente, sin referencias a los años anteriores, sin base de datos
históricos”, en nuevas operaciones [diferentes] a las habituales de la
empresa. Significa “la reorientación de los recursos con mayor
efectividad”, según el Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de
la Cámara de Diputados.
Será un simpático presupuesto históricamente amnésico. “Es como decir borrón y cuenta nueva
y volvemos a asignar todas las prioridades de gobierno asignándoles
cierto tipo de presupuesto dependiendo de las prioridades que se
presentaran”, dice Sunny Villa, del Centro de Investigación Económica y
Presupuestaria (CIEP).
Como se sabe, el PBC (zero base-budgeting),
visto por Videgaray como la panacea, fue inventado por Peter A Pyhrr a
finales de la década de 1970 y lo aplicó en la empresa Texas
Instruments. Después fue adaptado en otras corporaciones con resultados
diversos, los cuales han sido mitificados. Sobre todo a partir de que
Jimmy Carter lo convirtiera en moda al aplicarlo en el estado
de Georgia, del cual fue gobernador (1971-1975). Pyhrr fue contratado
para diseñar el presupuesto base cero.
Carter dijo que logró un ahorro por más
de 55 millones de dólares en el cuatrienio, monto nada espectacular.
Sin embargo, en 2004 alguien aclaró que, en realidad, el ahorro fue de
apenas de 5 millones de dólares, si a aquella cantidad se le restan los
costos de la elaboración de los presupuestos bajo la nueva figura
(Steven F Hayward, “The real Jimmy Carter”, Regnery Publishing,
2004). Como presidente (1977-1981), Carter quiso imponerlo en el
terreno federal, pero a menudo los costos administrativos y de gestión
no compensaban los ahorros. Cuando Reagan llegó a la Casa Blanca lo
desechó.
La técnica presupuestal inercial, es
decir, su variación anual según la inflación y los recursos disponibles
por programas definidos o de PBC va de la mano de la política.
No es neutral. En realidad, la primera es un instrumento de la segunda
que define los objetivos e instrumentos de la política económica; la
prioridad de los diferentes conceptos del gasto público, en el corto y
largo plazo; la manera en que se obtendrán los ingresos para financiar
los egresos; la existencia o no del equilibrio de las finanzas
estatales; la relación de la política fiscal con el resto de los
programas económicos.
Más allá de las dificultades técnicas
que implicará su aplicación en México (evaluación, definición de
programas y paquetes y su costo-beneficio, recursos que se destinarán y
la supervisión de su ejercicio, el papel de los operados, etcétera), en
los tres niveles de gobierno, el federal, estatal y el municipal, vale
la pena destacar otros hechos relevantes, de evidente contenido
político, que los peñistas pretender oscurecer.
Uno de ellos es la pretensión de
manejar el PBC como si fuera una empresa y Videgaray su gerente (aunque
ya lo sea, pero de la Casa Blanca, el FMI y el Banco Mundial), donde
todo se reduce a una visión técnica de la política fiscal,
cuantitativamente mensurable, por medio de la optimización de la
relación costo-ahorro-eficiencia-productividad-beneficio.
Con ese sesgo ideológico-político busca
sustituir al Estado como concepto político que involucra una forma de
organización social, económica y política, a las instituciones que lo
representan, las formas en las que se relacionan los diferentes
sectores de la población, entre otros elementos. En la que la política
fiscal no es más un instrumento que forma parte de la política
económica, cuyos objetivos –unos mensurables, otros inmensurables– e
instrumentos que emplea para conseguirlos definen la orientación de las
políticas del Estado, los compromisos sociales que representan.
Esa oblicuidad tecnocráticamente
“inocente” es otra tentación autoritaria que pretende agudizar el
control político del Ejecutivo sobre los poderes Legislativo, Judicial
y sobre la sociedad. La política fiscal y sus componentes, el ingreso y
el gasto público, son resultados de los acuerdos sociales históricos,
de compromisos e intereses, cambiantes en el tiempo. Con ese y otros
instrumentos se define la relación Estado-mercado-sociedad, las pautas
del desarrollo y el ciclo económico, su importancia para la producción,
el empleo, los precios. La imposición del neoliberalismo como proyecto
de nación implicó la destrucción y sustitución del surgido de la
Revolución Mexicana.
La imposición “técnica” del PBC, bajo
el principio del “gobierno austero”, como dicen Videgaray o Galindo,
representa, asimismo, otra fase de las reformas estructurales
neoliberales iniciada en la década de 1980 y que modificó el papel del
Estado: la reducción de su tamaño y sus funciones; las privatizaciones
de entidades públicas y de sectores estratégicos, la asociación
público-privada.
Galindo es claro: “Hoy se nos presenta
una oportunidad para poder revisar cuál debe ser el tamaño óptimo del
gobierno, acorde a nuestra nueva realidad presupuestal”; todo programa,
proyecto y “todas las estructuras administrativas del gobierno” serán
modificadas, reducidas, fusionadas o desaparecidas, aun cuando se
pierdan empleos. Ya se sabe cómo se vencerán las resistencias.
La disciplina fiscal descansa en un
fatalismo: la pérdida de ingresos tributarios y petroleros ante la cual
no se puede hacer nada más que resignarse; y en dos principios
voluntarios inmodificables: la decisión de no elevar ni inventar
impuestos, ni de recurrir al endeudamiento.
El presupuesto base cero y el balance
fiscal cero, por tanto, sacrifican el gasto público. En ese sentido, la
austeridad se convierte en una indestructible camisa de fuerza para el Estado, Peña Nieto y las promesas de crecimiento, el empleo, el bienestar.
Nada se dice que el problema no es de
gasto, sino fundamentalmente de la restricción del lado de los ingresos
públicos, como consecuencias de la caída de éstos con relación al PIB
en los últimos 32 años. Esto debido a la política fiscal regresiva que
redujo las cargas fiscales a las grandes empresas y a los sectores de
altas rentas y que no afecta sus mecanismos de elusión fiscal. La
ausencia de crecimiento, de bajo empleo formal y de contribuyentes, la
menor capacidad de consumo local refuerzan el deterioro de la
recaudación, una de las más bajas del mundo.
La petrodependencia fiscal se magnifica
ante la vulnerabilidad de los ciclos del mercado petrolero
internacional. Los bajos ingresos fiscales sintetizan el fracaso de las
sucesivas “reformas fiscales integrales” aplicadas desde 1983.
De manera general, ellas son reflejo de la mecánica de la política económica y del modelo de nación.
Marcos Chávez M*, @marcos_contra
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