Sigue siendo el Estado
Revista Memoria
Una
aparente contradicción ronda el momento actual de la historia política
mexicana. El grito “fue el Estado” que retumbó en las conciencias y en
las calles a raíz de las desapariciones de Iguala colocó, en la segunda
mitad del 2014, el tema de la definición del Estado y la estatalidad
desde la lógica y la práctica del antagonismo, de la protesta y la
lucha, desestabilizando –por lo menos a nivel simbólico- el orden
político-estatal actualmente existente en México. Por otra parte y en
rápida secuencia, la campaña electoral y los comicios del 7 de junio
del 2015 lograron estabilizar, en sentido conservador, este orden que
puede ahora ostentar una recobrada normalidad institucional y
vanagloriarse de la inexorable afirmación de las rutinas electorales,
máxima expresión de la eficacia de la maquinaria institucional. El
objetivo de fondo era y sigue siendo relegitimar lo deslegitimado para
lograr el pleno restablecimiento de la relación de subalternidad,
asentar la subordinación en la reconducción de las prácticas políticas
al ejercicio delegativo en el horizonte acotado del perímetro del
sistema de partidos existentes. En este sentido, la del 7 de junio fue
-a todas luces- una elección de Estado, orientada al reajuste del
complejo andamiaje sistémico del poder de mando que había sido afectado
por las secuelas de la desaparición de los 43 normalistas. El retroceso
relativo del bloque oficialista y la aparición en escena del Morena son
detalles menores, aunque no irrelevantes[1], de un cuadro que tiene que
entenderse, en primera instancia, desde una mirada de conjunto, en una
perspectiva histórica y política más amplia.
La cuestión de
fondo a analizar es entonces, a mi parecer, la rápida sucesión de dos
situaciones y escenarios de signo opuesto. Primer acto, la denuncia
movilizadora bajo la consigna “fue el Estado”, que revelaba el uso
represivo y coercitivo del aparato público y que impulsaba la
indignación multitudinaria frente al agravio como acontecimiento
disparador. Segundo acto, la resignada afirmación “es el Estado” que
acompaña la poderosa inercia estabilizadora y conservadora desplegada
en el proceso electoral, la reconstrucción del consenso pasivo -real o
simulado- desde las prácticas de gobierno, en el marco de las dinámicas
generales del régimen político actual.[2] Además de su función de
ritual legitimador, las elecciones intermedias fueron concebidas, en
esta ocasión, como respuesta y antítesis al “fue el Estado”, como un
intento de superación definitiva del ciclo de movilización y operaron
concretamente, como ya es costumbre, por medio de mecanismos de
despolitización, a través de la proliferación de formatos vacíos que
incrementaron el grado de delegación frente a la capacidad de elección
consciente e informada: nombres de candidatos en mayúsculas, carteles
con caras sonrientes, palabras y actos lo más ambiguos e
insignificantes posibles.
En el arco de menos de doce meses el
escenario parece haberse movido de un amplio cuestionamiento
antagonista a una igualmente extendida aceptación subalterna del cuadro
estatal y lo que contiene: régimen político, niveles de gobierno y
sistema de partidos incrustados en los diversos ámbitos de la función
pública y los órganos legislativos.[3] Podría sostenerse que, después
del vendaval de protesta, reaparecieron y se afirmaron fatalmente las
prácticas y los recursos hegemónicos para relegitimar el orden político
existente, desdibujando la sombra siniestra del Estado visto como mera
dominación, despotismo e imposición. Pero consenso y coerción son dos
caras de la misma medalla estatal, dos aspectos que se combinan de
forma diferenciada, se hacen más presentes y visibles según las
circunstancias, marcando coyunturas variables de un mismo proceso
general.
Para interrogarnos sobre la naturaleza desigual y
combinada del ejercicio del poder político en México podemos apelar al
alcance analítico de la ya evocada distinción entre dominación y
hegemonía y vincularla con algunos de los argumentos del debate
marxista sobre el Estado. En particular los que sostuvo la denominada
lectura instrumentalista -que insistía en caracterizarlo como aparato y
en enfatizar su uso por parte de las clases dominantes- frente a otra
que destacaba la llamada autonomía relativa del Estado, en un enfoque
estructuralista que asumía que la lucha de clases penetraba el ámbito
estatal que se convertía en un espacio en disputa, de equilibrios
diversos que no excluían la posibilidad de impulsar transformaciones de
carácter social-democrático.[4] En un nivel más concreto, si bien
podemos considerar que ambas perspectivas iluminan aspectos que
coexisten en la realidad, la segunda hipótesis permite caracterizar
mejor los matices de las experiencias de gobiernos progresistas de ayer
y hoy, mientras que la primera parece ser más adecuada para dar cuenta
del papel y el lugar del Estado cuando son las derechas las que ejercen
el poder ejecutivo.
Siguiendo estas pistas, es necesario
reconocer que la idea que se generalizó a partir del movimiento Nos
faltan 43 sobre el Estado criminal, represor e infiltrado sumada a la
constatación de que el PRI regresó en 2012 para imponer una agenda
neoliberal dura, expresión de claros intereses clasistas e
imperialistas, contribuyen a sostener la tesis de que en México, a
diferencia de otros países latinoamericanos gobernados por fuerzas
progresistas, se seguía, implementaba o incluso profundizaba el
ejercicio de una dominación sin hegemonía. Una dominación sin vocación
hegemónica, en donde se volvieron secundarios o simplemente
desaparecieron las intenciones, los elementos y los factores
hegemónicos, la búsqueda de legitimidad, el cuidado de las apariencias
y las formas, el equilibrio y la mesura para que la dominación sea
tolerada y aceptada y toda la gama de dispositivos y procedimientos del
arte de la política, tal y como se fueron concibiendo desde la
irrupción de las masas en el escena histórica. La dominación sin
preocupación hegemónica se convierte en el imperio de la imposición
cínica, sin pudor democrático -como mencionaba en una intervención en
el debate publicado en el número 254 de Memoria– donde el mandato
electivo se percibe como oportunidad temporalmente acotada de
enriquecimiento a través del pillaje, al estilo de los gobernadores de
las provincias romanas.
En esta óptica, el Estado, el régimen y
los sucesivos gobiernos se tornan meros instrumentos en manos de las
clases dominantes y aparecen como tal, herramientas al servicio de un
bloque de poder cuyos contornos, en el México actual, rebasan las
fronteras nacionales y abarcan las esferas legal e ilegal de la
acumulación capitalista. “Es el Estado” como aparato represivo que
criminaliza, encarcela, golpea, tortura y eventualmente desaparece pero
también el Estado como instancia jurídica que privatiza, que promueve y
defiende los intereses privados de reducidos sectores de la población.
El Estado de la violencia represiva y de la violencia del despojo, del
uso de la fuerza para garantizar el orden o el desorden necesarios para
la realización de las ganancias.[5] Violencia represiva que se desliza
en la cotidianidad por medio de la militarización de la seguridad
pública y la criminalización de la protesta, procesos siempre más de
fondo, de alcance estructural, de reestructuración de la matriz
estatal, que políticas episódicas y selectivas. Este diseño represivo
sirve tanto para debilitar constantemente los contrapoderes existentes
como para hacer frente a las coyunturas más críticas y los eventuales y
probables desbordes de movimientos de protesta que provoca la
profundización de las políticas neoliberales. Esto confirma que la
actitud frente al disenso no es la búsqueda del consenso, sino que se
asumen los costos políticos de la renuncia a la solución hegemónica,
teniendo lista y operante la solución coercitiva.
En el plano
estrictamente político, el Estado como instrumento y como aparato de
poder cobija un régimen y un sistema político centrado en un sistema de
partidos que tiende al despotismo partidocrático. “Es el Estado” de las
elecciones, del Instituto Nacional Electoral (INE), del multipartidismo
de Estado. De la percepción de esta estructura de dominación y de la
mano de la denuncia de que “fue el Estado” se nutrieron e impulsaron,
en ocasión de las elecciones del 7 de junio, el movimiento de boicot y
el anulismo y el abstencionismo de izquierda, distintas expresiones de
un mismo rechazo. Es importante distinguir el anulismo de izquierda
para no confundir, como intencionalmente algunos han hecho, los
argumentos y las intenciones de los liberales de los socialistas y
anarquistas, así como habría que desgranar también la diferencias entre
estos últimos dos. Respecto de esta cuestión, ampliamente debatida en
los medios, es necesario registrar la descomunal embestida de
columnistas, intelectuales y opinólogos de todo tipo y color en contra
de la postura de quienes se proponían anular su voto o abstenerse de
votar.[6] Si se puede entender el interés inmediato de los dirigentes y
la intelectualidad orgánica de Morena, no dejó de sorprender la
virulencia de los ataques hacia los “enemigos del pueblo” y la lógica
autoreferencial, de patriotismo de partido, que los animó.
Dicho
sea de paso, en aras de legitimar las elecciones, se ha minimizado el
impacto de la abstención y del voto nulo. Las cifras indican que no fue
masivo y cuantitativamente no fue más elevado que en elecciones
intermedias pasadas. Sin embargo, estos son argumentos internos a la
lógica estrictamente electoralista que no toman en consideración
elementos del contexto social y político como, por ejemplo, que
tendencialmente y por el nivel de instrucción e información creciente,
el voto nulo es siempre menos el resultado de un error a la hora de
emitir el voto, que son crecientes las prácticas de voto diferenciado
por medio de los cuales se anulan unas boletas mientras eventualmente
se vota por algún candidato o, más importante aún, que se trataba de
elecciones en donde la oleada de movilizaciones del magisterio y del
movimiento en solidaridad con Ayotzinapa, junto a las imposición de las
contrarreformas, así como el bautizo de Morena introducían elementos de
disputa y politización contribuyendo a generar un ambiente de mayor
politización potencialmente susceptible de aumentar la participación
electoral, la cual sin embargo no aumentó, posiblemente porque
distintas tendencias se neutralizaron la una a la otra. Pero, en este
sentido, asumir que junto al PRD el gran perdedor de las elecciones del
7 de junio es el anulismo es una lectura simplista.
El cierre de
filas en defensa del valor democrático de estas elecciones intermedias
agregó intereses distintos pero cuya convergencia no deja de dar cuenta
y de sostenerse sobre un piso común, un acuerdo básico de principio. Si
los partidos oficialistas de Estado defendían estratégicamente un orden
político y su mecanismo fundamental de reproducción, el único partido
de oposición defendía su perfil y su vocación alter-estatalista, es
decir, su apuesta por disputar el poder estatal a partir del respeto y
la aceptación táctica de las reglas del juego electoral. Por otra parte
Morena, aunque su composición interna sea diversa y no termine de
asentarse definitivamente, no adopta una postura clara respecto de un
proyecto de transformación del Estado existente, mientras que es
explícita su intencionalidad de impulsar reformas desde el Estado.
Finalmente
“es el Estado” y “sigue siendo el Estado” el puntal de la relación
social primordial que reproduce el conservadurismo en la sociedad
mexicana, la plataforma cultural que, viceversa, soporta la permanencia
de las instituciones. En este terreno es donde las tesis
instrumentalistas son incuestionables en su lógica elemental –el Estado
es un instrumento de producción ideológica en las manos de las clases
dominantes- y, al mismo tiempo, se desdibujan en la medida en que
aparece la dimensión de la hegemonía ya que la ideología no se impone
groseramente, se difunde, se irradia, se siembra y se cosecha. Bajo el
supuesto de la búsqueda de un ejercicio hegemónico del poder, las
clases dominantes mandan utilizando instrumentos que tienden a generar
consenso y, por lo tanto, reconocen e incorporan demandas, utilizan
formas tolerables y negocian constantemente con los subalternos los
términos del ejercicio del poder de mando. La imposición no es tal, es
el resultado de una determinada correlación de fuerzas, o se realiza
sutilmente, acompañada de una mezcla de concesiones y manipulaciones.
En este sentido Gramsci sugería no dejar de ver una versión ampliada o
integral del Estado, “sociedad política + sociedad civil”, donde en
esta última se realizaban plenamente la hegemonía necesaria para
acorazar al Estado en sentido estricto, restringido, como órgano del
poder político. Pero el Estado en México dejó hace décadas de ser
concebido en clave ampliada, de basarse principalmente en la búsqueda
del consenso, en la conquista hegemónica de las trincheras de la
sociedad civil. Al mismo tiempo, no se puede negar que, en torno a los
intereses de las clases dominantes y por lo tanto en aras de sostener
la estabilidad del orden político, se siguen realizando una serie de
operaciones hegemónicas, principalmente de propaganda y manipulación,
en una ampliación instrumental y no orgánica, mediatizada,
mediáticamente amplificada, de la capacidad de persuasión. Dispositivos
y prácticas de la que podemos llamar hegemonía negativa, que no
comporta adhesión activa, positiva, que no genera consenso real sino
conformismo, salvo las franjas activas en defensa del modelo neoliberal
y de su derrame consumista, en particular la intelectualidad orgánica
que vertebra las estrategias de comunicación. Las elecciones son el
momento institucional por excelencia de estas prácticas de legitimación
pasiva y delegativa del orden político. Han sido históricamente pasajes
riesgosos y peligrosos donde excepcionalmente pueden irrumpir
movimientos y proyectos progresistas (1988 y 2006) pero generalmente
demuestran, en particular las elecciones intermedias, la capacidad de
control social y político, de la capacidad estatal de administración y
reproducción del status quo.
La permanencia del conservadurismo
político en sectores mayoritarios de la población mexicana es el
reflejo y la contraparte de la eficacia real de estos dispositivos de
construcción del conformismo. Sin necesidad de hacer tantas cuentas, es
evidente que el 8% de 46% de votantes obtenido por Morena más las
fracciones de punto percentual de los anulistas de izquierda dan cuenta
de un océano de pasivo conformismo y activo conservadurismo. Este
océano no es el producto de las circunstancias, sino una construcción
histórica de mediana y larga duración, debajo del cual se encuentran
las profundidades societales del Estado. Esto no impide la persistencia
de ámbitos de resistencia y el brote de episodios de rebelión, pero
inhibe su extensión social, contrae su duración y reduce su impacto. Al
mismo tiempo, no es una maldición sino un dato duro, temporal y
espacial, de la vida política mexicana, del priismo eterno como
continuidad histórica de la matriz político-estatal, el PRI como único
verdadero partido nacional de masas y el priismo difuso e omnipresente
en todo el espectro de partidos en México.[7]
La cuestión de la
hegemonía sacada por la ventana de la estrategia del saqueo en el corto
plazo reaparece por la ventana de los sedimentos culturales de la larga
duración. Al mismo tiempo, la capacidad persuasiva de los argumentos
del instrumentalismo logra centrar y reconocer una tendencia epocal –de
mediano plazo- en donde la lógica de la nuda dominación carcome los
ámbitos de las residuales prácticas hegemónicas, en particular aquellas
que no implican mera manipulación ideológica sino comportan una
concesión real de reconocimiento y redistribución material, aunque
fueran corporativas o clientelares.
Una tendencia epocal surgida
de equilibrios de poder entre clases que modifica la ecuación
constitucional –y por ello tiene que adaptar permanentemente la Carta
Magna. Ya hace tres décadas, con la lucidez que lo caracterizaba,
sostenía René Zavaleta: “El reclutamiento de la clase política
mexicana, por ejemplo, es cada vez más oligárquico, en la misma medida
en que decae el poderío hegemónico del Estado”.[8]
Un indicio de
esta fractura creciente, post-hegemónica, entre el Estado mexicano como
aparato al servicio de las clases dominantes y la vida y los intereses
de las clases subalternas es justamente, en el océano de conformismo y
pasividad, el brote episódico de fenómenos masivos de protesta y, en su
seno, el crecimiento constante del anarquismo y el autonomismo[9], como
reacción “natural” al cierre de opciones en el marco del Estado
históricamente existente. Opera entonces una ecuación básica, a mayor
instrumentalismo estatal corresponde mayor autonomismo de las formas y
los horizontes de las luchas sociales, a diferencia de América Latina
donde la presencia de varios gobiernos progresistas genera una doble
tendencia: por una parte éstos muestran márgenes de maniobra y de
autonomía relativa respecto de las clases dominantes, por la otra ponen
en evidencia los límites de estos mismos márgenes.
En el México
de hoy, frente a la persistencia y la renovación en la alternancia de
los gobiernos de derecha, ni el reformismo alter-estatalista de Morena,
ni las fuerzas antisistémicas, antagonistas y autonomistas, parecen
prosperar.[10] Morena porque, amén de sus resultados, significativos y
relevantes así como minoritarios y testimoniales, tiene por lo menos un
pié en el pantano de la estatalidad actual en México, causa y
consecuencia de un perfil político e ideológico que no deja de
reproducir patrones del conservadurismo dominante aun cuando,
simultáneamente, sea expresión y proyecte deseos y voluntades de
transformación y emancipación. Las posturas abierta y francamente
antisistémicas y antagonistas, por su parte, porque -en su dispersión-
no acumulan la fuerza necesaria ni configuran un proyecto que les
permita constituirse en una alternativa viable en el corto plazo, el
plazo de las urgencias que ellas mismas plantean.
Acierta Luis
Hernández Navarro cuando señala que se manifestó en las recientes
elecciones una crisis de representación.[11] Agregaría que hay que
reconocer la simultánea crisis de participación que la acompaña, la
crisis de los canales de organización, politización y movilización que
las clases subalternas forjan y defienden como trincheras defensivas
para sostener su resistencia pero que no están funcionando de forma
adecuada, no están a la altura del desafío que plantea la coyuntura en
clave antagonista, de ofensiva antisistémica. En este sentido, en
México vivimos una crisis de la democracia en su sentido integral, en
sus dos vertientes fundamentales, de representación y de participación.
Salvo que la crisis de representación parece ser estructural e
irreversible mientras que la de participación podría resultar
coyuntural y reversible, bajo los buenos auspicios de la vitalidad y la
intensidad de las movilizaciones masivas de 2012 y 2014, las cuales,
aún esporádica e inorgánicamente, dieron cuenta de un fermento y una
capacidad de convocatoria multitudinaria. Frente a una situación
parecida, la crisis de representación del Porfiriato, la solución
ensayada por las clases subalternas mexicanas fue una revolución
social, es decir, un estallido de participación en donde las clases
subalternas trataron de gobernar su propio destino, lográndolo solo
parcialmente, incidiendo en el curso de la historia y abriendo una
época de cambios. Ante la crisis actual, mientras impulsamos,
sostenemos y defendemos los espacios de contrapoder, estamos buscando
una alternativa a la barbarie, una barbarie que nos rodea y no tiene
solo el rostro del narco, sino el más antiguo del capitalismo y también
la cara bifronte del Estado.
NOTAS
[1]
En particular no habría que entramparse en el debate respecto del vaso
medio lleno o medio vacío de la cosecha electoral de Morena. De forma
ecuánime y al margen de lecturas detalladas, a grandes rasgos es
posible una lectura que no menosprecie su debut y en particular su
resultado en la Ciudad de México sin caer en un triunfalismo que no
corresponde a los números reales y su distribución a lo largo del
territorio de la República.
[2] Un régimen presidencialista y
partidocrático basado en la alternancia conservadora surgida en 2000,
con la apertura hacia el PAN, y que tendía a incluir el PRD en una
lógica de tripartidismo de Estado, sin considera los partidos satélites
(el PVEM del PRI, PT y MC antes del PRD, ahora posiblemente de Morena).
[3]
El “escenario”, es decir la correlación de las fuerzas en movimiento,
se movió más que las opiniones de las personas concretas, aunque
también individuos y grupos pasaron de una descolocación antagonista a
un reposicionamiento conservador, conforme a las coordenadas más
profundas de una cultura política dominante, cuya suspensión temporal
no implica una ruptura más de fondo. El análisis de las culturas
políticas en el entrecruzamiento entre condicionamiento clasista y
colocación en la línea progresismo-conservadurismo rebasa el alcance de
este artículo pero no deja de ser fundamental para poder sopesar todas
las implicaciones del pasaje secuencial que queremos destacar.
[4]
Otra corriente fundamental de este debate el llamado derivacionismo,
que ponía el acento en la relación entre capital y Estado, para una
visión general del debate marxista con particular atención hacia el
derivacionismo cfr. Simon Clarke (coord..), The State debate, Palgrave
Macmillan, Londres, 1991 o Mabel Thwaites Rey (coord..), Estado y
marxismo. Un siglo y medio de debate, Prometeo, Buenos Aires, 2007.
[5]
En este sentido se entiende el debate sobre el carácter peculiar de un
patrón de acumulación basado en el desborde de las actividades ilícitas
y de las que, aún cobijadas por una legalidad mercantilizadora,
ilegítimamente violentan los territorios y las comunidades que los
habitan, con el creciente imperio de la violencia estatal, paraestatal
y criminal que acompaña este ataque a los bienes comunes naturales, la
tierra y el agua en particular.
[6] En las redes sociales aparecieron todas las posturas, de forma muy libre y caótica, como es propio de estos medios.
[7]
Difuso e omnipresente tanto por el origen de los dirigentes como por
las prácticas políticas y, como lo estamos argumentando, también por el
marco general del horizonte relativamente conservador del proyecto
político que defienden en el contexto de la estatalidad existente.
[8] René Zavaleta, El Estado en América Latina, Los Amigos del Libro, La Paz, 1990, p. 176.
[9]
Sobre la difusión relativa del anarquismo entre la juventud mexicana
hay cierto consenso (ver al respecto Carlos Illades, “El retorno del
anarquismo. Violencia y protesta pública en el México actual” en
Sociología Histórica, núm. 4, Universidad de Murcia, 2014), el
crecimiento del autonomismo resulta más difícil de sentenciar si nos
referimos a su definición estricta, ideológica, en este caso me refiero
a una autonomismo en sentido laxo, atribuible a aquellas posturas
políticas de rechazo a las mediaciones partidarias y tendencialmente a
las instituciones estatales.
[10] Sobre el análisis de estos
límites ver mi artículo “Entre la izquierda subalterna que no termina
de morir y la izquierda antagonista que no acaba de nacer” en Memoria
núm. 253, febrero de 2015.
[11] Luis Hernández Navarro, “7 de junio: crisis de representación”, La Jornada, 9 de junio de 2015.
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