2/14/2012

De la razón de Estado a los derechos permitidos




Magdalena Gómez

El próximo 16 de febrero se cumplen 16 años de que fueron firmados en Chiapas los emblemáticos acuerdos de San Andrés por el gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En este periodo el Estado no sólo dejó sentado su incumplimiento, sino también la profundización de las políticas que los contradicen, a fin de sacar adelante el proyecto neoliberal. Ése fue el sentido de la razón de Estado que se perfiló en 2001, cuando se operó la contrarreforma indígena, cuyos candados centrales se colocaron al negar a las comunidades el carácter de entidades de derecho público, que les diera la posibilidad de concretar el ejercicio de la libre determinación y autonomía, e impedir el acceso de los pueblos indígenas a los recursos naturales en sus tierras y territorios. Todo ello para proteger el corazón de la trasnacionalización que se practica, en especial mediante las concesiones mineras.

Dicha contrarreforma propició la continuidad de la política indigenista al elevar a rango constitucional la ley que creó al INI en 1948. La clase política mexicana se mostró dispuesta a continuar tratando a los pueblos indígenas como objetos de atención antes que sujetos de derecho y por ello agregó el apartado B al nuevo texto del artículo segundo constitucional, que sirvió de vehículo para el recambio institucional indigenista. Con ello ofrece a los pueblos indígenas más de lo mismo, sólo que con nuevo disfraz.

Está en juego una operación de Estado y no es una más, pues busca sacarle el agua a la autonomía. El llamado combate a la pobreza logra paliativos que permiten limitados márgenes de legitimación ante la clientela favorecida por sus acciones. Pero aquí la pobreza y su abatimiento no es el fin, sino el medio para penetrar los procesos y dividirlos. Como señaló Brisna Caxaj, hay derechos permitidos, como el relativo a la educación bilingüe e intercultural; en cambio, en la práctica la defensa del territorio se constituye en un derecho prohibido, criminalizado. Mejor regular el derecho al traductor que la integridad de las tierras. En esa lógica, además de la Comisión de Desarrollo Indígena, se crearon espacios institucionales como la Coordinación General de Educación Intercultural Bilingüe dentro de la Secretaria de Educación Pública, once universidades interculturales, así como el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas. Líneas importantes, sin duda, pero que no guardan relación alguna con la supuesta libre determinación y autonomía que se reconoció a los pueblos indígenas. En cambio sustentan la lógica de los derechos permitidos, y con ello, del neoindigenismo.

Sin embargo, pese a las limitaciones del derecho interno, no podemos caer en el equívoco de negar que los pueblos indígenas tienen derechos, pues existe el derecho internacional, de manera relevante el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Normativas cuya justiciabilidad interna se ve fortalecida con la reciente reforma al artículo 1º constitucional: Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia (Decreto del 10 de junio de 2011 en el Diario Oficial de la Federación).

Esta reforma, que fue una demanda social, permite romper con la histórica visión defensiva del Estado frente a las normas internacionales de derechos humanos. Tal posibilidad se concreta en la estrategia de combinar la organización con el uso del derecho. La experiencia reciente en Cherán es muy singular, pues, reivindicando su autonomía, lograron que el tribunal federal electoral aplicara el derecho internacional y, aun sin normas estatales al respecto, se ordenó y propició la validación de su elección por usos y costumbres.

Por otra parte, los pueblos continúan su resistencia frente a megaproyectos, con la proverbial energía que les ha permitido su persistencia. Por ello tenemos experiencias organizativas que los propios pueblos reivindican como autonomías de hecho, para expresar su distanciamiento de los tres poderes del Estado. Tales son los casos de las juntas de buen gobierno en Chiapas y de la policía comunitaria en Guerrero. Observamos que, lejos de disminuir la distancia entre los pueblos indígenas y el Estado, la brecha se amplía.

Como vemos, a partir de 2001 se ha consolidado la razón de Estado para ubicar los acuerdos de San Andrés como cosa juzgada y se ha actuado en consecuencia, de manera que ya resulta políticamente correcta la frase a secas de que se cumplan los históricos acuerdos que se pronuncia en ciertos espacios, sin cuestionar a fondo el proyecto neoliberal. Obviamente no en todos, pues el calderonismo ha transitado sin mención alguna al respecto, profundizando, eso sí, el proyecto extractivista sin rebasar el ámbito de los derechos permitidos.

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