2/16/2012

Intromisiones ilegales y sin autoridad moral

Editorial La Jornada

En un mensaje emitido el pasado martes, la arquidiócesis primada de México exhortó a sus feligreses a votar por partidos o candidatos que promuevan a la familia tradicional –porque, según ella, el matrimonio constituido entre un hombre y una mujer es la base de la sociedad– y que defiendan el derecho a la vida desde el momento de la concepción. Asimismo, la jerarquía eclesiástica capitalina dijo que los ciudadanos deben exigir a los candidatos dejar en claro que están a favor de una verdadera libertad religiosa, debido a que es un derecho humano fundamental.

Semejantes llamados exhiben ante la opinión pública las reiteradas e inadmisibles actitudes del alto clero en nuestro país: su intromisión en asuntos políticos; su pretensión de incidir en la preferencias electorales de los ciudadanos –haciendo uso de la influencia moral que aún pueda ejercer la Iglesia sobre los fieles– y su desprecio por las normativas legales vigentes: como señalaron diversos especialistas ayer, los llamados de la arquidiócesis que encabeza Norberto Rivera Carrera son una clara violación a la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público y al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, pero también a la Constitución, cuyo artículo 130 establece que los ministros no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Tampoco podrán en reunión pública, en actos de culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones, ni agraviar, de cualquier forma, los símbolos patrios.

Pero incluso si los pronunciamientos del arzobispado capitalino no tuvieran un claro componente de ilegalidad, su autoridad moral para realizar exhortos semejantes está socavada de antemano por los escándalos de delitos sexuales cometidos por sacerdotes católicos en México y en otros países.

Hace unos días, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, William Levada, admitió que dicho organismo había recibido, en la pasada década, cuatro mil denuncias por pederastia en el seno de la Iglesia católica. Ante esa cifra, es inevitable concluir que la pederastia constituye una tendencia y un patrón de conducta que las jerarquías eclesiásticas y el propio Vaticano se empeñaron en negar, silenciar o minimizar durante mucho tiempo.

Por lo demás, las agresiones por parte de sacerdotes no se limitan al ámbito infantil, sino que se replican en contra de fieles, monjas, seminaristas y otros sacerdotes, como lo establecieron hace ya más de una década las religiosas María O’Donohue y Maura McDonald en un informe en que se documentan las agresiones sexuales cometidas por curas, obispos y arzobispos contra centenares de monjas en 23 naciones; un año antes, en nuestro país, salió a la luz pública la condición de esclavitud sexual a que fue sometida la religiosa Alma Zamora a manos del ex nuncio Girolamo Prigione, en las mismas instalaciones en que solía hospedarse Juan Pablo II durante sus visitas a México; y hace poco más de dos años, a finales de 2009, la justicia argentina condenó a ocho años de prisión al ex arzobispo de Santa Fe, Edgardo Gabriel Storni, por abuso sexual agravado contra un joven seminarista en los años 90.

Por añadidura, la gravedad de estos hechos se ve acentuada por la política de encubrimiento de esos crímenes puesta en práctica por autoridades clericales de todos los niveles: un precedente obligado al respecto es el juicio entablado en Estados Unidos en contra del propio Rivera Carrera, acusado de haber encubierto los delitos sexuales del cura Nicolás Aguilar mientras el primero tenía bajo su cargo la diócesis de Tehuacán, Puebla.

Antes de buscar influir en las preferencias electorales de los fieles o de dar recetas morales a éstos y a los políticos, bien haría la Iglesia católica en solucionar sus problemas internos, en esclarecer y sancionar los delitos sexuales cometidos en su seno y en restañar, de esa manera, la pérdida de credibilidad y de autoridad moral que la aqueja. Por lo que hace a las autoridades, la conducta del arzobispado capitalino amerita la intervención de la Secretaría de Gobernación, responsable de regular el comportamiento de las instituciones religiosas, y que hasta ahora ha sido remisa en su accionar en contra de las constantes violaciones del clero católico a la legalidad. De no actuar en ese sentido, el gobierno federal enviará a la sociedad el mensaje de que consiente la vulneración de la ley en ámbitos particulares, y carecerá de la autoridad para exigir su cumplimiento y aplicación en lo general.

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