2/12/2012

Mar de Historias : El Día del Amor




Cristina Pacheco
Llueve otra vez. Sandra corre a guarecerse bajo la marquesina de una tienda departamental y mira hacia la avenida. Por todas partes descubre carteles con propaganda política. Le disgusta ver las mismas caras sonrientes, las mismas frases que prometen soluciones mágicas a la violencia, la miseria, el desempleo.

Para no seguir leyendo falsas promesas, Sandra se vuelve hacia el aparador rebosante de cupidos, adornos de encaje, corazones rojos y frases alusivas al amor y la amistad. La fecha le brinda un buen pretexto para regalarle algo a Demetrio. Antes no necesitaba excusas, pero desde que su marido perdió el trabajo y la esperanza de conseguir otro le tiene prohibidos los obsequios.

Ya bastante lo humilla que Sandra tenga que mantenerlo como para aceptar que también invierta su dinero en comprarle regalos con motivo de un aniversario y menos aun si es para celebrarle su cumpleaños. A Demetrio el tiempo se le ha vuelto un enemigo mortal que lo obsesiona. A cada momento repite que entre más tiempo pase más lejos está de conseguir un trabajo y de recuperar todo lo que perdió al verse desempleado.

La prohibición fue causa de disgusto y de un pleito conyugal que casi llegó a los golpes. Sandra no quiere que la escena se repita y por eso siempre que compra algo para Demetrio pide que se lo envuelvan en bolsas comunes que no hagan pensar ni remotamente en un obsequio. Gracias al ardid, su marido acepta sin protestar ropa interior, calcetines y otras cosas prácticas.

Esta vez Sandra quiere que todo sea distinto. Decide halagar a su esposo regalándole el Día de San Valentín algo de lujo que lo haga sentir como lo que es (un profesionista) y le despierte el entusiasmo por verse bien, como en otras épocas. Sandra daría cualquier cosa porque sus hermanas o sus compañeras de trabajo le provocaran pequeños arranques de celos repitiéndole lo que siempre decían: ¡Qué guapo es tu marido!

A su 45 años Demetrio sigue siendo un hombre apuesto a pesar del adelgazamiento, la barba descuidada y las bermudas que se pone mientras atiende los asuntos de los que se ocupaba Sandra antes de emplearse en una fábrica de dulces: esperar el gas, poner la basura en bolsas, sustituir un foco, meter la ropa en la lavadora. Al súper sigue yendo Sandra los domingos por la mañana. Demetrio no acepta acompañarla. Aunque pague con su tarjeta, lo humilla saber que su esposa terminará cubriendo el adeudo a fin de mes.

II

Sandra entra en la tienda departamental. La encuentra repleta de compradores ansiosos. La mayoría se dirige a los botaderos en donde hay montañas de regalos ya envueltos, con los precios marcados en cartulinas visibles sobre las que vuelan, colgados del techo, cupidos blancos de mejillas sonrosadas.

Sandra se encamina a los mostradores. Se detiene frente a uno lleno de joyas falsas y vistosas. Estira la mano para tomar unos aretes de corte antiguo al mismo tiempo que los elige un hombre de piel tersa y polveada. Él retrocede con un gesto galante y Sandra le dice que los tome, sólo quería verlos, no va a comprarlos. El desconocido, sin mirarla, murmura indeciso: “Pues yo no sé… Las damas son tan exigentes”. Sandra evita hacer comentarios y se aleja hacia la sección de ropa masculina.

Se detiene ante el exhibidor de suéteres. Todos le gustan, pero le resultan demasiado caros. Sigue caminando. Una dependienta le sale al paso y le pregunta si busca algo en especial. Sandra le responde que sí y se siente halagada cuando la muchacha continúa el interrogatorio: ¿Es para su novio? No, para mi marido. La dependienta le informa que acaba de llegar un lote de magníficas prendas españolas a muy buen precio.

Sandra se deja conducir hacia la vitrina de camisas. La empleada elige varias y las coloca sobre el mostrador: ¿Su esposo viste serio? Más o menos. ¿Qué talla es él? De cuello, diecisiete y medio. “¿Y el largo de la manga? Tenemos tres…” Sandra se avergüenza de ignorar qué medida corresponde a los brazos de su marido. Ante la insistencia de la muchacha, escapa hacia el departamento de joyería.

La sorprende ver que el desconocido sigue allí, analizando los aretes falsos de corte antiguo con expresión de valuador. Él, al verla, le confiesa que aún no se decide porque no sabe si le van a gustar a su mujer. Ella lo anima, le dice que son divinos, aunque un poco largos, y le pregunta de qué estatura es su esposa. Al hombre se le humedecen los ojos y la piel: En realidad son para una amiga. Es un poquito más alta que usted. ¿No sería mucha molestia..? Antes de que él termine la pregunta, Sandra se prueba un arete. El la contempla y al fin le sonríe agradecido: Me los llevo, gracias a usted. Aunque no me lo crea, a un hombre le resulta difícil comprarle regalos a una mujer, sobre todo cuando se trata de una personita muy especial.

Sandra experimenta una mezcla de ternura y confianza hacia ese hombre de piel tersa y polveada: Ay, señor, dígamelo a mí. Llevo unos minutos dando vueltas y no sé qué llevarle a mi marido. Una corbata cae bien, siempre y cuando sea la adecuada para la ocasión. Si quiere, la ayudo. Nada más permítame pagar y ver que me envuelvan los aretes para regalo.

Con un sentimiento de culpa, como si estuviera cometiendo una infidelidad por hablarle a un desconocido, Sandra piensa en salir de la tienda. Cerca hay varias, en alguna encontrará el regalo para Demetrio. Da media vuelta y tropieza con el desconocido que le habla agitado: En el departamento de regalos la fila está inmensa. Mejor envuelvo en otra parte los aretes. A ver, ¿qué dijimos que íbamos a buscar? Ah, sí, una corbata.

El hombre procede con seguridad y no tarda en elegir una de estilo clásico. Sandra la encuentra más que elegante, ideal para que Demetrio la use el primer día en que lo citen para otra entrevista de trabajo. Pensando en esa posibilidad, apenas se da cuenta de que el desconocido va junto a ella rumbo a la caja y enseguida se despide. No faltaba más, la acompaño. Ella empieza a sentirse incómoda: Mejor no. Voy al departamento de envolturas y como hay mucha gente de seguro me tardaré. Adiós.

III

Mientras avanza rumbo a la mesa de envolturas, Sandra imagina la expresión alegre de su esposo cuando el día l4 le entregue una caja envuelta en papel dorado, con etiquetas y un moño rojo. Tal vez le escriba una tarjeta: Para que me sientas muy cerca de tu corazón. Al escucharla en su interior la frase le resulta demasiado romántica, más adecuada para una novia que para una esposa. Por eso precisamente la escribirá. Quiere que Demetrio la vea como recién llegada a su vida, dispuesta a compartir con él una nueva etapa que será buena. Tiene que ser buena, murmura mientras consulta su reloj. Se sorprende al ver que faltan cinco minutos para las 7 de la noche.

Toma de su bolsa el celular y marca el número de su casa. Enseguida escucha el tono mortecino de su esposo: ¿Dónde andas? Sandra procura mantenerse jovial: Haciendo una travesura porque va a ser Día de San Valentín. No te entiendo. Te va a fascinar. Demetrio no dice nada y ella continúa: Sé que te desagrada, pero te compré un regalo para dártelo el martes. Iba a ser una sorpresa. Te conozco y me imagino que querrás saber de qué se trata. Voy a decírtelo. Te advierto que tendrás que esperarte hasta el l4 para verlo. ¡Te compré una corbata preciosa!

La expresión alegre de Sandra se borra ante el comentario de su esposo: Debiste comprarme un mecate para ahorcarme. Te habría resultado más barato y yo te lo hubiera agradecido más. “Pensé que te iba a dar gusto. No entiendo… ¿Qué te pasa?” Que estoy harto, ya no soporto esta situación. Un día más sin trabajo y te lo juro: me pego un tiro. Demetrio cuelga.

Sandra se queda mirando atónita su celular. Alguien a su espalda le dice que avance hacia el mostrador. Ella prefiere desistir de la envoltura y abandonar la tienda. En la avenida la lluvia sigue cayendo sobre la gente, los edificios, los coches, la propaganda política basada en rostros sonrientes y frases que prometen, entre otras cosas, solución al desempleo.

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