2/16/2012




Basta visitar los estados de la República para ratificar la descomposición política del 2012: Un amasijo de ex presidiarios, ex gobernadores corruptos, tratantes de mujeres, servidores públicos inútiles, empresarios dictatoriales y periodistas deshonestos.

Una buena parte de las y los candidatos del país representan lo peor de la vieja política. Todo parece indicar que ante la crisis de violencia vivida en los últimos años los buitres salieron a pescar carroña y la encontraron.

La descomposición apenas comienza a revelarse en su entera dimensión, eso ya lo sabemos y, por eso, en todo el país la gente se hace la misma pregunta: ¿cómo generar un verdadero equilibrio de poder?. Está claro que en las urnas difícilmente lo obtendremos.

En los estados las respuestas ejemplares de pequeños logros contra los abusos del poder las encontramos en grupos empresariales sólidos que hacen contrapeso a alcaldes y gobernadores, sin importar su partido. En organizaciones de la sociedad civil que tienen clara su agenda cívica y su responsabilidad para ayudar a sostener el débil tejido social, en medios honestos que hacen su trabajo a pesar de las amenazas de todo tipo. También encontramos que la sociedad encuentra alivio entre quienes defienden los derechos de las mujeres, la infancia y el medio ambiente, hasta con las y los que protegen a los animales, y gracias a quienes desde la cultura y la creación artística fomentan nuevas formas de denuncia pública que busca estrategias creativas de cambio radicales.

Porque este país necesita sin duda cambios radicales; colectivos e individuales. Y hay que mirar a las y los individuos que pueden generar equilibrios de poder que acoten a quienes nos quieren gobernar e imponer la perpetuación del caos. Y a quienes debilitan ese equilibrio.

Isabel Miranda de Wallace ciertamente tiene todo el derecho a participar en política desde la plataforma partidista; negarle ese derecho sería absurdo. Hay historias de activistas que dieron ese paso, como la respetada Rosario Ibarra de Piedra, quien luego de haber perdido a su hijo se convirtió en una figura icónica en el movimiento contra las desapariciones forzadas y la represión de fines de los años 60 y principios de los 70 en México.

Lo que resulta, desde mi punto de vista inaceptable, es el daño que la señora Miranda le hizo a los movimiento por la reivindicación de la justicia y los derechos de las víctimas. Me explico: lo que llevó a la señora Miranda a obtener la admiración y el reconocimiento público no fue el hecho de que su hijo fuera secuestrado y ultimado (les sucede a miles en el anonimato), fue su actitud de justiciera implacable, de madre y mujer fuerte y llena de convicciones. Ante la incapacidad de las autoridades, nos dijo ella misma en su momento, las mexicanas debemos defendernos y defender a nuestros hijos solas. Pudimos ver cómo esta mujer se convirtió en investigadora privada, en policía ciudadana, en Ministerio Público. Hizo lo que tenía que hacer para encontrar a los secuestradores de su hijo, con sus pesquisas forzó a las autoridades locales y federales (a quienes ella llamó corruptas, ineptas, ineficaces, sin voluntad) a mirar el secuestro de una manera distinta y por eso la miramos a ella. Una de las exigencias primarias de Isabel consistía en que todas las personas, sin importar su clase socioeconómica debían tener acceso a la justicia pronta y expedita.

Ella reunió admiradores porque no quería canonjías, ni trato especial, quería saber si su hijo estaba muerto o vivo y que los secuestradores fueran aprehendidos y sentenciados. En el camino a su impresionante logro del arresto de los secuestradores y de apoyar a un centenar de familias de víctimas, Isabel se encontró invitada a departir en la mesa de los poderosos. El presidente Calderón, Genaro García Luna, y varios gobernadores comenzaron a buscarla para tomarse la foto. Y se la tomaron, a pesar de que mientras lo hacían los índices de impunidad seguían creciendo.

De pronto la vimos pasar de crítica de un sistema que necesita transformarse a asesora de gobernadores corruptos que no colaboran en favorecer el acceso a la justicia para todas las víctimas.

Nadie debe escatimarle el mérito de la investigación y arresto de los secuestradores de su hijo, no cabe duda que al final el logro fue suyo. Pero en el camino, codeándose con los dueños del Sistema, comenzó a recibir esas “facilidades” de las que nos quejamos millones de mexicanas y mexicanos. Las audiencias privadas con García Luna y su posterior amistad, las reuniones con Calderón y otros políticos panistas, su falta de pericia política (antes del secuestro nunca se había involucrado en ninguna lucha social), la hicieron pasar de un personaje emblemático del poder cívico, a una comparsa de aquellos que siguen dejando desprotegidas a millones de víctimas de violencia en el país.

Lo cierto es que Isabel Miranda eligió el camino del poder estructural. Logró su cometido y aceptó que el PAN la postulara para la jefatura del Distrito Federal porque las encuestas la pusieron como una mujer de gran credibilidad pública. Cuando lo hizo, cuatro familias de secuestrados de diversos estados, a quienes ella apoyó hace años, se sienten traicionadas por la señora. Ellos siguen sin encontrar a su plagiado y las autoridades sin perseguir a los plagiarios, “la justicia no es pa todos”, dice una mujer de Monterrey, “es para los que se acercan al Presidente”.

Sin duda la señora Miranda tomó una decisión libre y personal. Sin embargo, el efecto que su transformación tuvo para nutrir el desequilibrio de fuerzas necesario para la democracia y la justicia es notable. Le hizo daño a todo el movimiento de los Derechos Humanos. Su causa ya no es la causa ciudadana. Con su transformación es ahora la causa partidista, esa que perpetúa la impunidad y corrupción alimentando el ego de líderes sociales fascinados con la posibilidad de sentarse a la mesa del poder.

Dialogar con las élites, aplicar una actitud socio-crítica constante y persistente, no es lo mismo que entregarse a ellas. El discurso honesto de Isabel pasó de la reivindicación de los derechos humanos y el acceso a la justicia, a las contradicciones retóricas y a la reivindicación del gobierno calderonista y sus gobernadores ineptos.

Frente al escenario electoral actual creo que la apuesta para transformar al país estará en manos de la sociedad civil, de las organizaciones de derechos humanos que no se entregan a ningún partido político, de líderes sociales que no negocian sus convicciones ni su responsabilidad generada por la credibilidad que la sociedad les ha otorgado al sentirse representada o liderada por ellos y ellas.

El verdadero contrapeso no estará en las cúpulas del poder, sino en una sociedad civil activa que sabe que los derechos humanos no son negociables, ni los propios ni los ajenos. Por eso las y los verdaderos líderes morales de los estados, desde periodistas hasta activistas, junto con las y los empresarios honestos, son imprescindibles como el fiel de la balanza que necesitaremos para seguir adelante.

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