Pedro Miguel
Han
pasado 830 años desde la muerte de Balduino IV, el rey jerosolimitano
que gobernó con sabiduría y capacidad a pesar de la lepra que lo
devoraba. El soberano escondía los efectos terribles que el
padecimiento había causado en su rostro tras una máscara de plata, no
tanto por afán de opacidad cuanto por decoro y consideración a los
demás. En épocas más recientes hay que acordarse de la poliomielitis de
Roosevelt, la depresión crónica de Churchill y el cáncer de próstata de
Mitterrand como ejemplos de padecimientos graves que no impidieron el
desempeño de estadistas con proyección mundial, los cuales, aun
enfermos, tomaron decisiones cruciales (y eficaces) para los países que
presidían.
Pero la etiqueta social contemporánea quiere que la salud de los
gobernantes sea un asunto de interés público por cuanto, se dice, su
condición física puede introducir factores indeseables en el ejercicio
del mando, inducir medidas que afecten el curso del acontecer político,
económico o diplomático o mermar la capacidad del funcionario para
actuar en forma exitosa.
Tal ha sido el principal elemento de criterio con el que la opinión
pública nacional ha abordado temas como los rumores sobre el consumo de
Prozac por Vicente Fox y el alcoholismo de Felipe Calderón, o las dos
cirugías (el año antepasado y hace unos días) a las que se ha sometido
Peña Nieto, una para sacarle no sé qué cosa del cuello y otra para
retirarle la vesícula biliar.
Estos gobernantes y sus empleados inmediatos han reaccionado con una
molestia injustificada a los intentos por inquirir sobre esos asuntos.
Fox suspendió une entrevista con Jorge Ramos en cuanto éste le preguntó
por su ingesta de antidepresivos; Calderón hizo un berrinche que
provocó el primer despido de Carmen Aristegui de MVS –luego de que la
periodista planteara al aire las pregunta de si el michoacano tenía
problemas con la bebida y de si la sociedad no merecía una explicación
puntual al respecto– y en 2013 los voceros de Peña afirmaron con ánimo
desafiante y hasta agresivo que su jefe tenía una salud de Charles
Atlas y que corría maratones. Tales reacciones han sido las
equivalencias locales de la máscara de plata de Balduino IV.
Posiblemente estos asuntos hayan sido sobredramatizados tanto por
quienes legítimamente exigen transparencia en la salud de los
gobernantes como por éstos. Hay que considerar que de 1988 a la fecha
los ocupantes de Los Pinos han sido colocados allí no para que tomen
decisiones, sino para que ejecuten determinaciones ya adoptadas por
conglomerados empresariales y mediáticos nacionales y por los círculos
del poder político y financiero de Estados Unidos. Y, sanos o enfermos,
alcoholizados o sobrios, deprimidos o no, los presidentes mexicanos del
ciclo neoliberal han cumplido a cabalidad con sus respectivos encargos:
Salinas inició la destrucción del tejido social y unció al país al TLC;
Zedillo se encargó de brindar protección a los grandes capitales y
desviar el golpe de la crisis económica hacia la mayoría de la
población; Fox fue el restaurador de la fachada democrática del régimen
oligárquico y prosiguió la privatización a gran escala; Calderón aplicó
en México la destrucción nacional como el modelo de negocios
previamente ensayado por Bush en Afganistán e Irak, y Peña ha sido el
encargado de demoler lo que quedaba de propiedad pública, derechos
laborales y soberanía.
Hoy
proliferan los cuestionamientos al último de la lista por su episodio
clínico biliar. Tal vez, en aras de recomponer la salud pública, sería
recomendable poner menos atención a la de Peña, recuperar las
exigencias de esclarecimiento de temas mucho más graves y poner la
demanda de transparencia sobre las numerosas opacidades acumuladas
desde su llegada al cargo, empezando, por ejemplo, por la turbiedad de
los votos comprados en 2012 con tarjetas de Monex y de Soriana. O las
menudencias de esa impúdica distribución de 10 millones de aparatos de
televisión en los meses previos a las elecciones del 7 de junio.
Y así, muchas otras cosas. Como los dineros otorgados a legisladores
con etiqueta de oposición para que participaran, así fuera en calidad
de comparsas, en la imposición de las reformas estructurales. O el
sórdido papel de Alfredo Castillo como comisionado en Michoacán. O las
ejecuciones extrajudiciales perpetradas por elementos del Ejército en
Tlatlaya. O los asesinatos cometidos por la Policía Federal en
Apatzingán y las torturas a que fueron sometidos los hombres de
Tanhuato, oficialmente caídos en combate.
También es exigible, desde luego, que la Presidencia deje de
construir muros de olvido y distracción y emprender grandes
simulaciones institucionales alrededor de las propiedades inmobiliarias
multimillonarias del propio Peña, su esposa y su secretario de
Hacienda, Luis Videgaray, y asuma ante la nación lo que todo mundo
sabe: que esos inmuebles fueron entregados en condiciones ventajosas
por un contratista del gobierno a funcionarios capaces de influir en el
otorgamiento de más contratos fáciles y concesiones jugosas.
Más que la vesícula presidencial importa saber el contenido de los
acuerdos comerciales que el gobierno ha estado negociando a espaldas de
la población, como el Transpacífico y el de Comercio de Servicios,
ambos devastadores para la soberanía, la economía y los derechos de la
población.
Y, sobre todo, el peñato debe explicar en forma fehaciente y sin
invenciones truculentas qué pasó el 26 de septiembre de 2014 en Iguala,
por qué la agresión en contra de estudiantes de la normal rural de
Ayotzinapa, la razón de los encubrimientos y omisiones ensayados en los
nueve meses transcurridos desde esa atrocidad y el paradero de los 43
normalistas desaparecidos. La vesícula, qué.
Twitter: @Navegaciones
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